Había un matrimonio joven que vivía con su único hijo de seis años y la mamá del esposo, una anciana de unos ochenta años. Era muy frecuente que, cuando se sentaban a la mesa, la anciana chorreara la comida, manchara el mantel y hasta alguna vez rompiera un vaso o un plato.
Un día, cansada de tanto desastre, la esposa no aguantó más y le dijo al marido que comprara una mesa para que comiera en ella su madre y así se liberaran del triste espectáculo de comer con ella.
Así lo hicieron, y a partir de ese día, la “abuelita” empezó a comer sola, sin molestarlos a ellos.
Pasó algún tiempo, hasta que un día, cuando iban a sentarse a la mesa, el esposo vio que su hijo tenía en el piso del comedor unas tablas, algunos clavos y un martillo.
-¿Qué estás haciendo aquí con todo eso? -le preguntó extrañado.
-Estoy haciendo una mesa para cuando tú y mamá sean mayores como la abuela
La población mundial envejece a pasos agigantados y se calcula que, en un par de generaciones, el mundo contará con dos mil millones de personas ancianas. En el mundo, sobre todo en el mundo más desarrollado, aumentan los ancianos y aumenta sobre todo su abandono. Las últimas estadísticas indican que en la mayoría de los países de Occidente, la mitad de los ancianos y ancianas viven solos. Sus familiares los dejan en asilos y residencias, y tratan de autoengañarse convenciéndose de que allí lo pasan muy bien. Se los quitan de encima. Estorban en las casas. Dan mucho trabajo: hay que darles de comer, vestirlos, bañarlos, cuidarlos, y hasta se enferman demasiado. Algunos traen mujeres de servicio del tercer mundo para que los cuiden. Ellos, los hijos, están muy ocupados produciendo dinero o disfrutando la vida para encargarse de ellos. Por otra parte, en los países del sur, los gobiernos han abandonado las políticas de protección social y, con frecuencia, los ancianos pasan sus últimos años en completo desamparo. Cada día son más comunes las marchas y manifestaciones de “viejitos y viejitas” en demanda de sus míseras pensiones.
En una cultura que idealiza los cuerpos bellos, atléticos, juveniles, y pone como valor absoluto la competitividad y la producción, la fragilidad de los ancianos se considera un verdadero antivalor. Los viejos no producen y sólo acarrean gastos y molestias. Un rostro surcado de arrugas en vez de ser un poema de la vida, es algo feo que hay que esconder. Muchos olvidan demasiado fácilmente las muchas atenciones que recibieron de niños de sus padres, y los viejitos se acercan al final de su existencia con la amarga sensación de no ser verdaderamente queridos por nadie.
Esta conducta, si bien se ha generalizado en estos tiempos, no parece ser nueva. Hace ya bastantes siglos, el Senado Romano aprobó la “Lex Cionaria”, la ley de la cigüeña, que obligaba a los hijos e hijas a cuidar de sus padres ancianos, siguiendo el buen ejemplo de estas aves generosas. Las cigüeñas blancas vuelven al final del invierno a sus chimeneas de siempre, a los mismos campanarios. Cuando niñas, fueron alimentadas por sus madres. Ahora, adultas, les corresponde sostener a las ancianas. Las cigüeñas viven mucho, hasta 70 años. Tal vez su longevidad se deba a que las jóvenes no las abandonan nunca. Les traen alimento y extienden sus alas sobre ellas para darles sombra y protección. Les acompañan hasta que mueren, ya viejitas, en los mismos nidos que las vieron nacer.
En nuestro mundo inhumano y excluyente, necesitamos cultivar con urgencia, la gratuidad, la sencillez, la ternura.
Es urgente que aprendamos todos a valorar una mano temblorosa, un rostro surcado de arrugas, un cuerpo postrado bajo el peso de los años. Descubrir la increíble fortaleza y la deslumbrante belleza que se oculta en la aparente fragilidad o discapacidad. Hay cuerpos atléticos y muy bien cuidados con espíritus arrugados y enfermizos. Campeones olímpicos y modelos exuberantes tienen tal vez minusválido el corazón. Y en cuerpos débiles laten con frecuencia corazones gigantescos:
Hace algunos años, en los juegos paraolímpicos de Seattle, nueve concursantes, todos con alguna discapacidad física o mental, se reunieron en la línea de partida para correr los cien metros planos.
Cuando sonó el disparo, todos salieron, no como bólidos, pero sí con gran entusiasmo de participar en la carrera, llegar a la meta y ganar. Uno de ellos tropezó, cayó en el asfalto y empezó a llorar.
Cuando los otros ocho oyeron el llanto del compañero, disminuyeron la velocidad, detuvieron su carrera y volvieron atrás. Todos regresaron, todos.
Una niña, con síndrome de down, se agachó y le besó la herida:
-Este besito te va a curar...
Entonces, los nueve niños y niñas se agarraron de las manos y caminaron juntos hasta la meta.
Todos en el estadio se pusieron de pie y aplaudieron emocionados durante varios minutos. Los discapacitados les habían brindado una lección extraordinaria: más importante que ganar es ayudar a ganar a otros.
hermosas reflexiones
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