Isaac Newton
✅El explorador del universo
✅Los increíbles descubrimientos de un genio ágrafo
✅Comprender el universo: teología, alquimia y… matemáticas
✅La culminación de una carrera
El explorador del universo
Suele decirse que Isaac Newton afirmó sobre sí mismo que si había llegado a ver algo más lejos que los demás, era porque había estado subido sobre hombros de gigantes. En un mundo dominado por las nuevas tecnologías parece difícil reconocer la aportación de los pensadores y científicos anteriores al siglo XX, y sin embargo la ciencia moderna tal y como la conocemos no podría haberse desarrollado sin la aportación de este auténtico genio de las matemáticas, la física, la astronomía y el cálculo. Albert Einstein al estudiar su obra quedaría abrumado por la dimensión de sus descubrimientos e intuiciones, y aunque sería el primero en desafiar algunos de sus presupuestos, siempre reconoció la deuda de su pensamiento con el del científico inglés del siglo XVII. Asociamos su imagen a la de un estudioso que al observar la caída de una manzana cambió la concepción del universo hasta entonces conocida. Pero ¿quién fue Isaac Newton? ¿Por qué este hombre al que fascinaba tanto el estudio como disgustaban las relaciones sociales marcó un antes y un después en la Historia?Durante el siglo XVII y como consecuencia de los trabajos previos de Nicolás Copérnico, Galileo Galilei y Johannes Kepler, entre otros, Europa asistió a un proceso de renovación del conocimiento que tradicionalmente denominamos Revolución científica. Fruto de ello nacía la ciencia moderna, basada en el método experimental y el empleo del lenguaje matemático, y se ponían en entredicho las pautas de desarrollo del saber que desde la Edad Media había marcado la escolástica. Los nuevos planteamientos no sólo supusieron un cambio radical en el terreno estrictamente científico, sino que, en la medida en que en la época ciencia y filosofía eran actividades comunes para quienes las practicaban, la Revolución científica también supuso un cambio en la forma de concebir el mundo. Se ponían así los cimientos para la racionalización del pensamiento científico en todas sus facetas abriéndose la puerta a la Ilustración del siglo XVIII.
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De la mano de las teorías de multitud de filósofos y científicos como Descartes,
Leibniz, Pascal, Halley, Huygens, Fermat, Harvey, Boyle… surgió una nueva forma de abordar el conocimiento de la naturaleza. Ésta por primera vez se concebía como algo ordenado y regido por unas leyes de carácter universal que, mediante la experimentación y la aplicación de modelos matemáticos, podían descubrirse y explicarse. Los avances en matemáticas, física, astronomía, medicina, filosofía, química, historia, biología, etc., marcarían desde entonces las vías de evolución de las ciencias hasta bien entrado el siglo XX. Pero nada en este proceso habría sido igual sin las revolucionarias aportaciones del coloso del saber que fue Isaac Newton.
Cuando en la Navidad de 1642, en la localidad inglesa de Woolsthorpe del condado de Brinkinshire, una mujer llamada Hannah Newton daba a luz a un niño, nada hacía presagiar que aquel bebé sietemesino y extremadamente débil no sólo iba a sobrevivir sino que iba a convertirse en el científico más importante que jamás ha conocido la Historia. Isaac Newton nació en unas circunstancias verdaderamente malas. Inglaterra estaba sumida en una guerra civil que habría de alargarse hasta 1649 y que terminaría con la ejecución del rey Carlos I. Asimismo era hijo póstumo, pues su padre, un pequeño terrateniente analfabeto de igual nombre, había muerto tres meses antes, y además era prematuro, tan pequeño que, en palabras de su propia madre, «habría cabido en una botella de un cuarto». Con estas condiciones de partida, el futuro no resultaba precisamente prometedor.
Sin embargo y contra todo pronóstico, el pequeño logró salir adelante aunque no para tener una infancia muy ortodoxa. Su madre, probablemente angustiada con la difícil situación económica que en la época suponía ser una joven viuda, se casó por segunda vez cuando Isaac tenía sólo tres años. Su padrastro, el rector de la cercana parroquia de North Witten Barnabas Smith, decidió que lo mejor para el pequeño sería que lo criaran sus abuelos maternos. Con ellos pasaría los siguientes ocho años aunque la casa de su madre se encontraba sólo a unos dos kilómetros y medio de distancia. Pese a los cuidados de sus abuelos, la separación de su madre, la muerte de su padre y el rechazo de su padrastro marcaron de por vida la afectividad de un niño que, además, poseía una capacidad intelectual fuera de lo normal. En sus primeros años de colegio Newton parecía no ser un estudiante brillante, no le resultaba fácil relacionarse con sus compañeros y se mostraba interesado por todo tipo de artilugios mecánicos en lugar de por los juegos que solían gustar a los chicos. Así, cuando tras el fallecimiento de su padrastro, en agosto de 1653, su madre regresó a Woolsthorpe, se encontró con un niño más bien raro, bastante hosco y que no parecía destacar en nada en especial.
Hannah Newton quería que su hijo se hiciera cargo algún día de la granja y los terrenos familiares. Para ello era necesario recibir cierta formación académica para que pudiera ocuparse de su administración, razón por la que decidió enviar a Newton a la escuela de Grantham. Allí, de modo casi providencial, se alojó en casa de un farmacéutico, el señor Clark, lo que puso al jovencísimo Newton en contacto con la medicina y la química por primera vez en su vida. Su mente inquieta encontró entre los libros y materiales del farmacéutico un campo que le invitaba al conocimiento y la reflexión. Se sabe que ya entonces fabricaba como entretenimiento cometas, pequeños molinos de viento a escala y relojes de sol y de agua, probablemente siguiendo las indicaciones de su libro favorito, Los misterios de la naturaleza y el arte, de John Bate, uno de los que había tomado de la biblioteca del farmacéutico. Newton comenzó entonces a destacar como estudiante en el colegio, aunque le costaba mantener una línea constante de trabajo y su tendencia a aislarse socialmente no mejoró con ello.
Cuando cumplió diecisiete años su madre pensó que había llegado el momento de que volviese a Woolsthorpe para ponerse al frente de la finca familiar, y entonces, tal y como afirma Isaac Asimov, «claramente se distinguió como el peor granjero del mundo». Pocos ejemplos resultan tan ilustrativos de su falta de aptitud para aquel tipo de trabajo como los recordados por el profesor de Astronomía de la Universidad de California Timothy Ferris: «Enviado a recoger el ganado, lo hallaron una hora más tarde parado en el puente que conducía a los pastos, observando atentamente el fluir de la corriente. En otra ocasión fue a su casa montando un caballo y llevando otro de la brida, sin darse cuenta de que el segundo se había escabullido». Obviamente a Isaac Newton poco o nada le interesaban las vacas, los caballos, los pastos y las cosechas. Por fortuna, Henry Stokes, su profesor en Grantham, y su tío materno William Ayscuogh, conscientes de que Newton nunca podría ser terrateniente pero que poseía dotes para el estudio, lograron convencer a Hannah para que desistiese de sus intenciones y le enviase a estudiar al Trinity College de Cambridge en 1661. Allí, para asombro de todos, Newton se convirtió en la figura más destacada de la universidad.
Los increíbles descubrimientos de un genio ágrafo
Los estudios emprendidos por Newton en Cambridge, como era normal en su tiempo, eran más bien eclécticos. Un estudiante universitario que se preciase debía formarse tanto en disciplinas científicas como en humanidades, lo que suponía una actividad intelectual de gran intensidad. Además, como indica el profesor del Trinity College Michael Atiyah, «por aquel entonces la enseñanza en Cambridge de cuestiones como el espacio no era avanzada o sofisticada comparada con los niveles actuales. Muchos estudiantes tenían que aprender las cosas por sí mismos. (…) Es probable que la educación formal fuese bastante limitada y que Newton tuviese que hacer casi todo por sus propios medios». No es de extrañar que Newton, que nunca había destacado por su gusto para relacionarse con los demás, pasase prácticamente todo el tiempo estudiando y leyendo sin dedicar tiempo a hacer amigos. El hecho de que, al no contar con apoyo económico suficiente de su madre, tuviese que dedicarse a realizar pequeños trabajos para financiar sus estudios, tampoco ayudó a combatir su creciente aislamiento.
En el transcurso de sus años como universitario, Newton, que parecía no conocer límite en su deseo de acercarse a las obras de los más relevantes pensadores de todos los tiempos y también de su época, quedó fuertemente impresionado con las obras de René Descartes. Los Principia Philosophiae del filósofo francés le interesaron sobremanera, muy en especial en las cuestiones referentes a filosofía mecánica, y fue su estudio lo que le pondría en contacto con su principal mentor en la universidad, el profesor de la cátedra Lucasiana de matemáticas —la más importante entonces y ahora en Cambridge—, Isaac Barrow. Bajo la tutela de Barrow, Newton se adentró en las ideas de Galileo sobre el movimiento y la gravedad, las leyes de Kepler relativas al movimiento de los cuerpos celestes y las revolucionarias aportaciones de Descartes en álgebra y geometría.
La importancia dada por Descartes a la posibilidad de describir el movimiento mediante el álgebra favoreció un interés auténticamente voraz de Newton por las matemáticas, de modo que entre 1663 y 1664 se entregó a ellas con tal pasión que logró aprender todo lo que entonces se sabía sobre la matemática moderna. En palabras del profesor de Historia de la ciencia Richard S. Westfall, «conocía todos los problemas que los mejores matemáticos de su época eran capaces de resolver y sabía que era mejor que muchos de ellos». Newton estaba convencido de que el movimiento también podía describirse mediante la geometría pero matemáticamente no era posible con los conocimientos disponibles. Como si fuera algo tan normal como fabricar los relojes de sol de su infancia, Newton inventó para poder hacerlo una nueva rama de la matemática, el cálculo infinitesimal, que terminaría de desarrollar en los años siguientes. Cuando hacia la primavera de 1665 obtuvo la graduación de sus estudios universitarios junto con una beca para proseguirlos, sus avances en el terreno del cálculo, de haber sido públicos, le habrían consagrado como el más importante matemático de Europa. Pero Newton no parecía mostrar ningún interés en dar a conocer sus investigaciones mediante la única forma que entonces existía para hacerlo, publicarlas. Como él mismo reconocería en una carta, «no veo qué hay de deseable en la estima pública, si yo pudiese adquirirla y mantenerla. Quizá aumentaría mis relaciones, que es lo que principalmente deseo reducir».
Un año más tarde, Newton se vio obligado a abandonar Cambridge ante la epidemia de peste que asolaba el país y que motivó el cierre temporal de la universidad. Pasó los siguientes dieciocho meses en su casa de Woolsthorpe y los avances que realizó en ese tiempo han hecho que 1666 sea considerado el Annus mirabilis de la vida del científico. Sus investigaciones y conclusiones en los terrenos de las matemáticas, la óptica y la física marcarían un nuevo punto de partida para la ciencia. Aunque para el gran público la faceta más conocida de estos avances es la referida a la teoría de la gravitación universal, y por tanto al último de ellos, lo cierto es que la trascendencia de sus aportaciones en los dos primeros no fue menor. Como matemático Newton consiguió completar la creación del cálculo infinitesimal que había comenzado anteriormente, poniendo con ello, tal y como afirma el profesor Ferris, «la geometría en movimiento». Su método de «fluxiones», como él mismo lo denominó, permitió la medición del movimiento en continuo cambio así como la de las áreas de formas complejas.
La luz constituyó otro de sus objetos primordiales de estudio en Woolsthorpe. Siguiendo los principios de experimentación y observación propuestos por Francis Bacon en el siglo anterior, Newton decidió abordar el entonces candente problema para los científicos de la naturaleza de la luz y el color. Para ello se encerró durante semanas en una habitación a oscuras en la que se dedicó a observar el comportamiento del único rayo de luz que dejaba que pasase entre unas gruesas cortinas. Haciendo pasar la luz a través de un prisma y estudiando el modo en que se comportaba al incidir en una pantalla, descubrió que la luz blanca estaba en realidad compuesta por una banda de colores consecutivos que siempre presentaban el mismo orden: rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil y violeta, es decir, el arco iris. Por primera vez se explicaba que la luz blanca es en realidad una combinación de colores y que, en consecuencia, el color es una propiedad de la luz y no de los objetos.
Pero sin duda alguna la más conocida de sus «revelaciones» de aquel año fue la
referida a las leyes de la gravitación. Tradicionalmente suele decirse que mientras estaba estudiando Newton vio caer una manzana de un árbol de su jardín, y que este hecho le hizo pensar que la fuerza que atraía a la fruta y que la hacía caer debía guardar relación con la misma que hacía moverse a la Luna en relación con la Tierra y la mantenía en su órbita. Aunque, como ha señalado el profesor Bernard Cohen, «no poseemos ninguna evidencia de que Newton hubiese llegado a una noción tan avanzada hasta algo después», él mismo afirmó que fue entonces cuando consiguió dar con la explicación de las leyes del movimiento planetario enunciadas por Galileo y Kepler. Ambos habían defendido el heliocentrismo y descrito el movimiento de los cuerpos celestes en órbitas alrededor del Sol, pero no habían hallado la explicación de por qué sucedía de ese modo. Newton lo consiguió al descubrir la gravitación universal, y con ello además demostró, frente a las creencias aristotélicas, que las mismas leyes físicas operaban en los cuerpos terrestres y los celestes.
En poco más de un año Newton había revolucionado el panorama de la ciencia del siglo XVII, pero como si aquello no tuviese importancia alguna decidió no poner por escrito sus descubrimientos. El desinterés por publicar sus hallazgos parecía directamente proporcional a su pasión por llegar a ellos. Pero cuando en 1667 regresó al Trinity College y mostró una copia de sus trabajos en matemáticas a Isaac Barrow, éste, consciente de lo que tenía entre manos, trató de convencerle para que al menos escribiese un artículo en el que diese a conocer sus avances. Casi dos años de ruegos y razones hubo de costarle a Barrow el ver publicado el primer artículo de Newton, «El análisis», sobre el cálculo infinitesimal. No exagera el profesor Cohen cuando afirma que «cada descubrimiento que Newton hacía tenía dos facetas. Primero, Newton hacía el descubrimiento, y segundo, otras personas tenían que descubrir lo que él había descubierto».
El creciente prestigio de Newton en el entorno científico y universitario motivó que en 1669 aceptase suceder a Barrow en la cátedra lucasiana de matemáticas, lo que le convertía en miembro permanente de la comunidad académica. Completamente volcado en sus estudios, compró dos hornos y convirtió parte de sus habitaciones en Cambridge en un laboratorio en el que, según el testimonio de su secretario Humphrey Newton (al que no le unía ningún parentesco pese al apellido), trabajaba hasta la extenuación: «Consideraba una pérdida de tiempo todas las horas que no dedicaba al estudio, tarea que hacía de forma tan concentrada que apenas abandonaba su habitación. (…) Era siempre muy serio en sus estudios, comía muy frugalmente y a menudo se olvidaba por completo de hacerlo. Rara vez se iba a la cama antes de las dos o las tres de la mañana. El fuego no solía apagarse y se quedaba una noche sin acostarse y yo lo hacía a la siguiente hasta que acababa sus experimentos químicos».
Entre sus muchas tareas en la universidad, Newton aprovechó las conclusiones a las que había llegado al estudiar la luz para desarrollar un nuevo modelo de telescopio. Hasta entonces el único tipo conocido era el telescopio refractor construido por Galileo que empleaba una gran lente en la parte delantera para recoger la luz. Newton sabía por sus estudios de óptica que el modelo refractor producía efectos indeseables de color en las observaciones, y deseaba diseñar un modelo en el que éstos se evitasen. Empleando un espejo en lugar de una lente para recoger la luz, creó el telescopio reflector que por su eficiencia y sencillez desplazó al anterior. Las noticias acerca del nuevo modelo de telescopio llegaron a oídos de la Royal Society, que en 1672 invitó a su creador a que hiciese en ella una demostración de su funcionamiento. Newton construyó un nuevo telescopio (que aún hoy se conserva en la institución) y acudió a Londres para presentarlo ante la comunidad científica.
Fue nombrado miembro de la Royal Society, y Henry Endelberg, el secretario de la institución, solicitó su permiso para registrar el invento. La situación halagó a Newton hasta tal punto que, contrariamente a lo que solía ser su carácter, ofreció a Endelberg escribir un pequeño artículo sobre sus investigaciones acerca de la luz para acompañar la presentación del telescopio. Sin embargo la alegría le duró poco, pues cuando presentó sus investigaciones a los miembros de la institución algunos de ellos las recibieron con escepticismo y crítica. Robert Hooke, presidente de la Royal Society, le acusó de haber tomado datos de su trabajo «Micrographia» para su escrito sobre la luz, lo que disgustó tanto a Newton que además de mantener durante el resto de su vida una nefasta relación con el astrónomo, le determinó a evitar la controversia pública en relación con sus investigaciones. Nunca había sentido la necesidad de publicar y después de aquello se sentía reforzado en su actitud. La decisión, según dejó escrito, estaba clara: «Veo que me he convertido en un esclavo de la filosofía. Resueltamente me despediré de ella por toda la eternidad excepto para aquello que pueda servirme para mi propia satisfacción». Pero sus palabras en esta ocasión no marcaron el futuro.
Con motivo de la aceptación de la cátedra Lucasiana, en 1669 Newton fue ordenado ministro de la Iglesia anglicana, pues el Trinity College lo imponía como condición para ocupar el puesto. Newton era un protestante convencido y, sobre todo, un hombre de una profunda espiritualidad que no encontraba contradicción alguna en dedicarse a la ciencia y poseer firmes creencias religiosas. Siempre planteó sus estudios en unos términos que no sólo no excluían la labor creadora de Dios, sino que hacían de Él la mente inteligente que se hallaba detrás del orden natural. La filosofía mecánica de Descartes había terminado por apartar a Dios de la naturaleza pues, según el filósofo francés, el orden natural podía explicarse en términos mecánicos sin necesidad de recurrir a agentes metafísicos. Newton no compartía este planteamiento y se mostraba preocupado por la creciente secularización de la concepción de la naturaleza a la que conducía. Creía profundamente en un Dios creador, una inteligencia racional que en lugar de estar por encima de la naturaleza formaba parte de ella, se revelaba a los hombres en su orden. Cuanto más profundizaba en sus estudios, con más firmeza creía en la existencia de Dios; es más, entendía que la búsqueda de las leyes que regían el orden natural, a la que había consagrado su vida, era en realidad la búsqueda del diseño divino del universo. Como él mismo afirmó: «Este sistema supremamente bello del Sol, los planetas y los cometas, sólo podía provenir de la concepción y el dominio de un Ser inteligente y poderoso».
Los estudios en teología formaban parte del quehacer habitual de los miembros del Trinity College, como también lo eran del de buena parte de los filósofos y científicos de la Edad Moderna. Newton, convencido como estaba de que el estudio de la naturaleza era una forma de hacer comprensibles los planes de Dios, también se dedicó a ellos con tanto ahínco como a todo lo que hacía. Durante años combinó sus estudios en matemáticas, física y astronomía con el de las Sagradas Escrituras. La interpretación de los textos bíblicos en el siglo XVII era algo tan importante para los científicos como el estudio mismo de la ciencia. Se consideraba la Biblia como fuente de certezas para la historia, la política y, por supuesto, también la ciencia. Se trataba de la palabra revelada de Dios a los hombres y por tanto su estudio conducía a verdades universales. De igual modo que la observación de la naturaleza permitía descubrir las leyes que la regían, y que Newton entendía como expresión divina, el estudio de la Biblia conducía, por otras vías, al conocimiento de la concepción divina del universo y por tanto al de sus leyes naturales.
En sus investigaciones teológicas Newton se ocupó de cuestiones tan diversas
como los libros proféticos de la Biblia, las cronologías de la antigüedad histórica en ella recogidas, la posible reconstrucción de las dimensiones del Templo del rey Salomón conforme a los datos del Libro de Ezequiel… Pero entre sus muchas preocupaciones en este campo la que llegó a ocupar un lugar más relevante fue el estudio sobre la Trinidad. Durante años se interesó por el enfrentamiento que mantuvieron Arrio y san Atanasio en los siglos III y IV sobre la existencia de la Trinidad. Para el primero, que la negaba, Cristo era sólo un hombre, mientras que el segundo creía en la triple divinidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo. La Iglesia terminó declarando herética la tesis arriana, pero Newton, que estaba convencido de que con ello se había realizado un inmenso fraude, se convirtió firmemente al arrianismo. Esta postura, que continuaba siendo tan herética entonces como en el siglo V, le terminaría generando grandes problemas en Cambridge, pues un ministro de la Iglesia anglicana no podía defender tales ideas. Aunque Newton nunca lo hizo público oficialmente, su arrianismo era un secreto a voces en la universidad y terminó siendo la causa de que en 1675 consiguiese la dispensa de sus votos como clérigo. Pese a ello, el Trinity College permitió que continuase siendo profesor y que mantuviese la cátedra Lucasiana, si bien nunca pudo llegar a ser director de la institución.
Simultáneamente a sus estudios en teología, Newton dedicó buena parte de sus esfuerzos a la investigación sobre la alquimia, es decir, a la especulación sobre las posibles transmutaciones de la materia que, en buena medida, había llevado al desarrollo de la química. Desde la Antigüedad la alquimia era considerada una ciencia apta sólo para ciertos iniciados que eran depositarios de saberes excepcionales sobre los elementos de la naturaleza. Casi todos los estudiosos de la vida y obra de Newton coinciden en señalar que muy probablemente la inclinación del científico inglés por la alquimia fue una forma de respuesta a los límites que necesariamente imponía el pensamiento mecanicista a la filosofía natural. Descubrir las leyes de la naturaleza de alguna forma suponía despojarla de espíritu, algo que Newton rechazaba. Su búsqueda científica era una búsqueda de Dios y la alquimia era otra herramienta con la que hallarlo, una vez más, en la naturaleza. Como afirma el profesor Allan Chapman, «no buscaba oro ni ninguna otra sustancia particular. Buscaba la sabiduría que quienes practicaban la alquimia creían que se obtenía al aprender cómo estaba compuesta la materia. Era una actividad casi metafísica».
La dedicación a todas estas otras ramas del saber era para Newton parte de su
trabajo como científico y en ningún caso supuso el descuido de sus investigaciones en matemáticas, física y el resto de disciplinas que hoy consideramos propiamente ciencia. De hecho, las décadas de los setenta y ochenta del siglo XVII fueron de una extraordinaria actividad desde ese punto de vista, y a mediados de la segunda fue cuando Newton publicó su Philosophiae Naturalis Principia Mathematica («Principios matemáticos de la filosofía natural»), en la que describía las tres leyes del movimiento y que aún hoy se reconoce como el trabajo científico más importante jamás escrito.
La publicación de los Principia Mathematica, como casi todo en la vida de Newton, llegó a hacerse casi por casualidad y gracias al empeño de terceros. Desde que Kepler había descrito el movimiento elíptico de los planetas, todos los astrónomos buscaban una demostración matemática de su teoría, pero no habían logrado encontrarla. Tres miembros de la Royal Society, Edmond Halley, Christopher Wren y su presidente y rival de Newton, Robert Hooke también discutían sobre el asunto una tarde de enero de 1684 mientras tomaban algo en una taberna de Londres. Hooke, quizá tratando de impresionar a sus compañeros de mesa, afirmó que había logrado la explicación matemática del problema pero que había decidido reservarse la solución para que otros tuviesen también el placer de llegar a ella. Wren, que como astrónomo, geómetra y físico sabía que la solución era casi un milagro, decidió ofrecer a cualquiera de sus dos acompañantes un libro valioso como premio si alguno de los dos lograba entregarle por escrito la prueba de haberla hallado. Dos meses más tarde el enigma seguía sin respuesta.
Pero Halley, que había tratado con Newton en 1680 por el interés que éste había mostrado en la aparición del cometa bautizado con el apellido del primero, pensó que el excéntrico profesor del Trinity College quizá podría decirle algo sobre la solución del problema. Resuelto a intentar hallar una respuesta, fue a Cambridge para visitar a Newton. El encuentro entre ambos ha pasado a la historia y se ha narrado cientos de veces. El profesor Bernard Cohen lo relata del siguiente modo:
«Halley recordó que en Cambridge había un profesor despistado que no había publicado demasiado, un hombre muy inteligente que quizá tendría la respuesta. De modo que fue allí y probablemente preguntó a Newton: “Si un planeta se mueve describiendo una elipse, ¿qué clase de fuerza está operando sobre él?”. A lo que Newton respondió: “Una fuerza inversa al cuadrado”. Halley dijo: “¿Cómo puede saberlo?”, y Newton contestó: “Porque lo he comprobado”. Halley replicó: “De acuerdo, entonces permítame ver la prueba”. Newton comenzó a buscar por su habitación en una suerte de charada y dijo: “No puedo encontrarla”, y Halley contestó: “Bien, pues envíemela porque será algo verdaderamente importante”». Tres meses más tarde Halley recibió un pequeño escrito titulado «Sobre el movimiento de los cuerpos giratorios» en el que Newton demostraba matemáticamente el movimiento circular de los cuerpos celestes y enunciaba la ley de gravitación universal. Consciente del alcance de lo allí escrito, Halley regresó rápidamente a Cambridge para tratar de convencerle de que, en contra de lo que acostumbraba, escribiese un libro sobre la gravitación y la dinámica del sistema solar. De este modo vieron la luz los Principia Mathematica. Sin embargo aún quedaba publicar la obra, algo que Halley quería que se hiciese a cargo de la Royal Society, pero la institución, dado lo apurado de su situación económica, no parecía muy dispuesta a asumir. Las incansables gestiones y el empeño personal que puso en ello Halley, llegando incluso a pagar los costes de impresión de su bolsillo, permitieron que la obra viese la luz en 1687. En ella quedaban formuladas las tres leyes del movimiento (principio de inercia, definición de una fuerza en función de su masa y su aceleración y principio de la acción y reacción) y de ellas se deducía la ley de gravitación universal. Como recuerda Isaac Asimov, «el gran libro de Newton representó la culminación de la Revolución científica que había empezado siglo y medio antes con Copérnico».
El impacto de la obra fue enorme en toda Europa pues con ella se asentaban las bases para el desarrollo de la ciencia moderna. La obra dejaba preguntas por resolver, algunas de las cuales, como cuál es la causa productora de la gravedad, siguen aún hoy pendientes de solución, pero marcaba un punto de inflexión en la historia de la ciencia. Desde aquel momento Newton pasó a la primera línea pública de la erudición europea de su tiempo y atrajo la atención de la clase dirigente inglesa. Jacobo II, que había recibido un ejemplar de losPrincipia enviado por Halley, llegó a hacer una recensión personal sobre la obra. Newton comenzó a tener una presencia destacada en la vida pública de su país, situación que se vio reforzada por el hecho de que fuese nombrado parlamentario por la Universidad de Cambridge en 1689. Su acceso a la política se había visto favorecido por las tensiones de carácter religioso acaecidas en 1687. Jacobo II, católico declarado que pretendía la vuelta al catolicismo de Inglaterra, quiso nombrar a un monje benedictino para el cargo de Master of Arts de Cambridge. La abierta oposición de Newton al nombramiento y su inusualmente encendida defensa del protestantismo le valieron el puesto de parlamentario cuando se volvió a reunir la Cámara tras la expulsión de Jacobo II y su sustitución por Guillermo de Orange. Pese a ello, Newton siguió dando muestras del carácter que le había dado fama. En el período parlamentario de 1689-1690, es decir, en el que participó, sólo una vez intervino públicamente. En mitad del silencio de un Parlamento que esperaba sus palabras con expectación se limitó a solicitar que cerrasen una ventana porque había corriente.
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La culminación de una carrera
Aunque en 1693 pasó por una profunda depresión nerviosa, quizá motivada por el agotamiento que conllevaba su trabajo o, como indican algunos autores, producida por una intoxicación con mercurio a raíz de sus estudios en alquimia, poco después logró recuperarse y reincorporarse a una vida pública que poco a poco parecía incomodarle menos. Su frecuente trato con la clase política le terminó procurando un cargo público como el de secretario de la Casa de la Moneda cuya sede se encontraba en la Torre de Londres. Aunque el nombramiento no pretendía que Newton se involucrase directamente en el funcionamiento de la institución, sino que pudiese disfrutar de la renta asociada al cargo, el científico decidió acometer su nueva tarea con el mismo afán con el que abordaba todas sus dedicaciones. Fue un administrador tan eficiente que en 1699 lo nombraron director de la Casa de la Moneda. La acuñación especial que promovió con motivo de la llegada al trono de la reina Ana en 1702 motivó que ésta viajase tres años después a Cambridge para concederle el título de caballero. Sir Isaac Newton se había convertido en uno de los hombres más famosos de Inglaterra.
En 1703, tras la muerte de Robert Hooke, Newton vio incrementados sus honores oficiales con su nombramiento como presidente de la Royal Society. Como ha indicado el profesor Michael Atiyah, «en muchos sentidos se podría decir que fue la primera figura científica política. En nuestros días damos por supuesto que los científicos aconsejan a los gobernantes. Newton fue probablemente el primer científico de ese calibre, y su presencia en la Royal Society consistía en desempeñar ese papel». Al año siguiente y a través de la Royal Society publicó su Óptica en el que recogía y depuraba sus antiguas teorías sobre la luz.
Fue desde su cargo como director de una de las principales instituciones científicas europeas que mantuvo sus famosas polémicas con John Flamsteed y Gottfried Leibniz. El primero de ellos era director del Royal Observatory de Greenwich desde 1675. Su trabajo de observación astronómica había servido para ilustrar los Principia Mathematica de Newton, que ahora como director de la Royal Society le solicitaba nuevos datos para su publicación. Flamsteed, receloso entre otras cosas porque desarrollaba su trabajo financiándolo él mismo, rehusó la invitación. Newton recurrió entonces a una treta para hacerse con los datos del astrónomo. Solicitó al príncipe de Gales que amparase la publicación de los datos de Flamsteed, que él mismo se ofrecía a revisar. Con el patrocinio real, el astrónomo de Greenwich no se atrevió a rechazar de nuevo la oferta. Pero la publicación se demoró y Newton nunca le dio explicaciones. Cuando poco después Halley publicó un libro en el que incluía parte de la información de Flamsteed, éste se sintió utilizado y traicionado. Por su parte, Newton, que preparó la segunda edición de sus Principia en 1714, decidió eliminar todas las menciones al astrónomo existentes en la primera edición.
El carácter de Newton no parecía fácil y la polémica con Leibniz guardó relación con uno de sus principales rasgos, la falta de interés por dar a conocer a tiempo sus descubrimientos. El filósofo alemán había publicado sus trabajos sobre cálculo en 1676 arrogándose la paternidad del cálculo infinitesimal al que él también había llegado. Newton siempre defendió que su desarrollo de este cálculo había sido previo aunque no tenía forma de demostrarlo. Sus discípulos y muchos de sus seguidores que conocían la capacidad del científico inglés defendieron siempre su primacía en el hallazgo. La disputa fue muy sonada entre los intelectuales de la época y todavía hoy en día se discute acerca de ello, aunque de los manuscritos de Newton parece poder deducirse que no mentía.
En los años finales de su vida Newton disfrutó de un enorme reconocimiento dentro y fuera de las fronteras de su país. Las grandes figuras de la Ilustración como Voltaire reconocían en él a un genio de la ciencia que había iniciado un nuevo tiempo para el conocimiento. Cuando Newton murió en 1727 recibió honores de Estado, siendo enterrado en la abadía de Westminster, junto a miembros de la realeza y aquellos otros personajes que su país consideraba sus hijos más honorables. Desde entonces no ha cesado la admiración por la obra de Newton. Einstein se reconocía atónito ante la dimensión de su legado y la actual carrera espacial continúa caminando de la mano de las teorías que ofreció al mundo. Nada de raro tiene que Bill Anders, uno de los astronautas del Apollo 8, preguntado por su hijo sobre quién impulsaba la nave espacial en que iba a viajar, respondiese:
«Creo que Isaac Newton realiza la mayor parte del impulso ahora».
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CRÉDITOS AL AUTOR:
Este artículo se extrajo integramente de:
www.librosmaravillosos.com
Los Grandes Personajes de la Historia. canal de Historia. Barros, Serio (colaborador) y Barros, Patricio (Preparador)
Bibliografía usada POR LOS AUTORES para la Biografía de Isaac Newton
Asimov, Isaac: Enciclopedia biográfica de ciencia y tecnología. Madrid, Alianza Editorial, 1987. Ferris, Timothy: La aventura del Universo. De Aristóteles a la teoría de los cuantos: una historia sin fin. Barcelona, Grijalbo Mondadori, 1997. Mamiani, Maurizio: Introducción a Newton. Madrid, Alianza, 1995. Manuel, Frank: A Portrait of Isaac Newton. Londres, Frederick Muller, 1980. Mataix Loma, Carmen: Isaac Newton (1642-1726). Madrid, Ediciones del Orto, 1995. Westfall, Richard S.: Isaac Newton: una vida. Madrid, Cambridge University Press, 2000.
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