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Martín Lutero: El reformador de la cristiandad



Martín Lutero

El reformador de la cristiandad

A comienzos del siglo XVI un auténtico terremoto reformador recorrió la vida religiosa y política de Europa. El catalizador de semejante convulsión fue un fraile agustino alemán, Martín Lutero, que sin proponérselo dio pie a los dos procesos esenciales que definen toda la historia moderna europea, la Reforma protestante y la Contrarreforma o Reforma católica. Las consecuencias espirituales y políticas de la quiebra de la cristiandad que vino de su mano tuvieron su expresión más evidente en las llamadas «guerras de religión» que habrían de durar hasta mediados del siglo siguiente. Pero más allá de eso, la secularización de la política que tan natural parece en nuestros días, o la tolerancia religiosa propia de las sociedades occidentales actuales, son el fruto de una evolución histórica marcada por aquellos enfrentamientos. La figura de Lutero pasaría a la Historia como la del gran reformador devoto, justo y valiente para unos, y como la del auténtico diablo destructor de la unión cristiana para otros. Entre los dos mitos se sitúa una realidad histórica no siempre fácil de reconstruir pero absolutamente apasionante. Lutero destapó la caja de Pandora y sobre su estela se escribió la historia de una Europa que aún hoy es deudora de todos aquellos procesos.Martín Lutero nació el 10 de noviembre de 1483 en la localidad alemana de Eisleben, situada en el condado de Mansfeld. Fue bautizado al día siguiente conforme a la costumbre de la época de hacer recibir a los recién nacidos el sacramento cuanto antes por si morían, posibilidad nada remota a tenor de la altísima mortalidad infantil habitual entonces. El nombre de Martín fue por tanto el que correspondía al santo del día del bautismo. Era el segundo de los hijos del matrimonio formado por Hans Ludher y Margarita Ana Lindemann, que aún tendría seis vástagos más. Cuando Lutero contaba algo más de seis meses su familia se trasladó a Mansfeld pues se trataba del centro industrial y minero más importante de la zona y Hans, que trabajaba como minero, vio en el traslado la posibilidad de labrar un futuro más próspero para su familia. No se equivocaba. Tras varios años desempeñando las duras tareas de zapador y entibador, fue medrando hasta que en 1491 logró convertirse en uno de los cuatro encargados de la administración municipal de Mansfeld. Puede decirse que los Lutero pasaron a formar parte de la pequeña burguesía local y que, en consecuencia, la cuidada educación que trataron de procurar a sus hijos fue la que consideraban correspondiente a tal condición.

Lutero permaneció en casa de sus padres hasta los trece años, edad a la que comenzó a acudir a la escuela local de la parroquia de San Jorge en la que aprendió a leer, escribir, contar, ciertas nociones de latín y catecismo. Sobre la educación recibida por Lutero en el ámbito familiar se han hecho cientos de especulaciones, e incluso se llegó a hablar de una infancia desgraciada, un padre alcohólico, traumas sexuales y todo tipo de aditamentos morbosos al servicio de la defensa o denostación del mito creado en torno a su figura. Sin embargo hoy los historiadores coinciden en señalar que la realidad fue mucho menos pintoresca y, como recuerda Ernest Gordon Rupp, especialista en Lutero y su obra, «nada extraordinario parece haber existido en el hogar ni en la educación de Lutero». Tanto en la escuela de Mansfeld como en casa Lutero recibió una formación religiosa convencional si bien nunca conservaría buen recuerdo de la primera por sus estrictos métodos y la frecuencia con la que se recurría al castigo. Así, muchos años después escribiría:

«Ahora ya no existe aquel infierno y purgatorio de nuestras escuelas, en las que fuimos martirizados con los modos de declinar y de conjugar los verbos latinos y donde, con tantos vapuleos, temblores, angustias y aflicciones no aprendimos absolutamente nada».

Tras un año de estancia en Magdeburgo para acudir a su escuela superior, y donde probablemente conoció a los Hermanos de la Vida Común, grupo religioso formado por miembros del clero y laicos que defendían la necesidad de una renovación espiritual de la Iglesia, los padres de Lutero decidieron que continuase sus estudios en la ciudad de Eisenach, situada a unos cien kilómetros de Mansfeld. Después de un viaje a pie, el joven Martín Lutero llegó a su destino a mediados del mes de abril de 1498. Allí se matriculó en la Georgenshule en la que cursó tres años de estudios humanísticos y donde aprendió a hablar y escribir en latín con corrección y soltura. El encuentro con los clásicos así como con una educación esmerada fue una experiencia muy estimulante para un adolescente con grandes inquietudes aunque, como apunta su biógrafo Rafael Lazcano, «los niveles de pobreza por los que atravesó el estudiante Lutero en Eisenach no debieron de ser pequeños, con frecuentes privaciones y penurias, hasta el punto de verse obligado a mendigar trozos de pan por la ciudad para quitarse el hambre». Pese a la difícil situación material de Lutero en Eisenach, su familia había conseguido prosperar, por lo que una vez finalizados los estudios en la Georgenshule sus padres, conocedores de la capacidad intelectual de Lutero y deseosos de garantizarle un estatus acorde con la situación social familiar, le enviaron a iniciar estudios universitarios a Erfurt. Así, en 1501 se matriculó en los cursos de Artes que se exigían como paso previo al ingreso en las facultades mayores de Derecho, Teología y Medicina, y en 1505, al terminarlos, con objeto de complacer a su padre, se matriculó en la Facultad de Derecho de Erfurt. Sin embargo, la formación recibida en esos años unida a la religiosidad personal de Lutero le hacían desear otro camino vital, por lo que el 17 de julio de ese mismo año, defraudando las expectativas paternas, Lutero ingresó como novicio en el convento de agustinos de Erfurt. Deseaba hacer de la religión una forma de vida, quería profundizar en su formación espiritual y teológica y se sentía inclinado a la vida monacal. Nada hacía presagiar que una década más tarde su ruptura con la Iglesia sería la más sonada de la historia de la cristiandad.

Hacia la ruptura con Roma


Resulta imposible hacer una valoración ajustada de la figura de Martín Lutero sin tener en cuenta las particulares características espirituales de la Europa del siglo XVI. Desde el punto de vista religioso, toda Europa formaba desde la Edad Media una unidad que reconocía como cabeza al Papa de Roma. Pero en esa cristiandad así definida no faltaban las corrientes críticas que, frente a lo que consideraban una corrupción de las buenas costumbres y dogmas cristianos, abogaban por una reforma de las mismas. No pocas de esas corrientes fueron declaradas heréticas a lo largo de los siglos, si bien la unidad de la cristiandad occidental se mantuvo. A comienzos de la Edad Moderna las críticas hacia la mala formación del clero, así como hacia la indefinición doctrinal de la Iglesia en numerosas cuestiones, arreciaron de mano de los humanistas, quienes además, en su rescate de la cultura clásica, criticaron duramente las imprecisiones de la versión de la Biblia aceptada por la Iglesia, la llamada «Vulgata». Por otra parte, las sociedades de la Europa medieval y moderna estaban fuertemente sacralizadas, es decir, en ellas el papel de lo religioso ocupaba un lugar esencial en su definición y conformación. Política y religión no eran entonces esferas claramente separadas y la religión impregnaba los actos de la vida cotidiana, la cultura y la forma de entender el mundo de todos los individuos. En ese mundo maduró y se formó Lutero, y en Erfurt entró en contacto tanto con las corrientes más conservadoras del pensamiento religioso como con las que se mostraban más críticas con la Iglesia.

El convento de San Agustín de Erfurt tenía fama por la calidad de la formación que en él se impartía, pues poseía un Studium generale y una cátedra de Teología agregada a la universidad de la ciudad. Dentro de la orden agustiniana, el convento de Erfurt era de los que estaban adscritos a la Congregación de la Observancia de Alemania, es decir, la de aquellos conventos agustinos alemanes en los que se seguía un cumplimiento (observancia) especialmente estricto de los principios de la orden. Como indica el profesor Lazcano, la vida cotidiana de Lutero quedó definida por el «rezo común en el coro, comidas en comunidad, respeto del tiempo de silencio, prohibición de posesión de bienes (sobre todo de libros), uso de un hábito igual para todos, dedicación a la oración y al estudio, veto del trato con mujeres, y salida del convento sólo con la autorización del prior». Tras un año de noviciado realizó sus votos perpetuos a finales de septiembre de 1506 y fue ordenado sacerdote en abril del año siguiente. Unos meses más tarde el vicario general de su orden, Juan de Staupitz, decidió su traslado al convento agustino de Wittenberg para que pudiese seguir estudios de Teología al tiempo que se ocupaba de dar clases de Filosofía vinculado a la cátedra de Ética aristotélica del citado convento. Al año siguiente regresaba a Erfurt ya como profesor de Teología, pero sus deseos de profundizar en esta disciplina y obtener el doctorado en la misma volverían a llevarle a Wittenberg, donde obtendría el grado de doctor en Teología ya en 1512. Sin embargo, antes de ello Lutero vivió una experiencia que habría de marcarle profundamente: su viaje a Roma.

A finales de 1511 Lutero fue escogido junto con otro fraile agustino, Juan de Mecheln, para realizar un viaje a Roma en representación de los conventos de su congregación. Tenían la misión de presentar ante el general de la Orden Agustina en Roma, y en última instancia ante el mismo Papa, las razones por las que la citada congregación rechazaba la incorporación jurídica de los conventos de la provincia de Sajonia. Independientemente de la importancia que sin duda Lutero concedió a su encargo, y que acabó en fracaso, cabe imaginar la emoción con la que el devoto religioso se dirigió a la ciudad en la que residía el centro de la vida espiritual cristiana. No obstante, todo parece indicar que lo que allí encontró antes que espolear su identificación con la Iglesia más bien contribuyó a distanciarle de algunas de sus prácticas, pues la Roma de Julio II en la que Miguel Ángel pintaba la Capilla Sixtina y realizaba un colosal sepulcro a mayor gloria del pontífice tenía mucho más en común con cualquier corte laica europea que con el referente de espiritualidad que se suponía también era. Sería inexacto afirmar que el viaje a Roma supuso una crisis espiritual para Lutero, ni que en él se fraguaron algunos de los principios doctrinales de su posterior formulación teológica, pero de lo que no cabe duda es de que contribuyó a reforzar en el agustino la imagen de una Iglesia muy perfectible y de un pontificado con tantas sombras como luces.

A su regreso al convento de Wittenberg, Lutero se convirtió en uno de los cinco profesores que conformaban la Facultad de Teología de la universidad de la ciudad, y en los siguientes años alternó sus obligaciones docentes con el desempeño de diversos cargos dentro de su orden. Desde el 6 de octubre de 1513 ocupó la cátedra de Sagrada Escritura, algo que le complacía especialmente ya que su gran pasión como teólogo era precisamente el estudio de la Biblia al que se entregó con denuedo. El estudio de la Biblia formaba parte sustancial de la religiosidad de Lutero pues estaba convencido de que las respuestas que buscaba como creyente se encontraban en ella. Por otra parte, Lutero rechazaba en buena medida la imperante teología escolástica frente a la que reivindicaba una teología de cuño paulino- agustiniano en la que daba especial valor a la experiencia directa del cristiano con Dios, sin mediadores, otorgaba una capacidad muy superior a la gracia divina y la fe frente a las acciones humanas como forma de obtener la salvación y, sobre todo, rechazaba la posibilidad de «atesorar» buenas obras como garantía para lograrla. Este último punto guardaba relación con el profundo desprecio que, al igual que otros muchos religiosos críticos de la época, Lutero sentía por el método de compraventa de indulgencias aceptado por la Iglesia y ampliamente difundido por toda Europa.

Las indulgencias eran una suerte de título que garantizaba a quienes lo adquirían la posibilidad de redimir almas del purgatorio, disminuir el número de días que habrían de pasar en él tras la muerte, o incluso evitarlo en el caso de las llamadas «indulgencias plenarias». Teológicamente la cuestión tenía una justificación complicada, pero a grandes rasgos puede decirse que la Iglesia se consideraba depositaria de los sufrimientos de Cristo y de los méritos de los santos y por ello podía administrar la salvación que de ellos dependía. Cuando se producía la predicación de indulgencias, que es el nombre que recibía su venta, que siempre se vinculaba a fines teóricamente píos (financiación de Cruzadas, de obras de catedrales…), los fieles podían adquirirlas a cambio de una determinada suma de dinero, lo que en la práctica terminó convirtiéndose en un mercadeo del perdón de los pecados. Como indica el profesor Rupp, «a principios del siglo XVI las indulgencias habían llegado a constituir una parte importante de las finanzas pontificias administrada por los grandes banqueros Fugger, y en la que intervenía tal número de intermediarios de diferentes categorías eclesiásticas que la posibilidad de escándalo nunca fue remota». Lutero, cuya fuerte impronta de la antropología de san Agustín le hacía desconfiar de la capacidad humana para obtener la salvación mediante buenas obras, no podía encontrar moralmente más rechazable un sistema que directamente permitía comprar sus efectos aunque no llegasen ni a realizarse.

Las profundas creencias de Lutero se traslucían en su trabajo como profesor de la Universidad de Wittenberg, donde paulatinamente fue ganando prestigio como teólogo crítico. Las disputas en materia de teología eran entonces frecuentes entre los especialistas sin que con ello se plantease una ruptura con el orden establecido. Del mismo modo, las peticiones de reformas de abusos de las costumbres de la Iglesia eran también frecuentes y, en muchos casos, daban pie a importantes movimientos reformadores en el interior de la institución eclesiástica. Cuando en 1517 Lutero, convencido de la necesidad de depurar algunas cuestiones doctrinales de la Iglesia (especialmente las vinculadas con las indulgencias), hizo públicas sus críticas en sus llamadas «Noventa y cinco tesis» lo último en que pensaba era en una ruptura formal con la Iglesia de Roma.

Las «noventa y cinco tesis»

Tradicionalmente, en los colegios y en los libros suele comenzar a explicarse la Reforma protestante con un hecho no exento de connotaciones teatrales: hacia el mediodía del 31 de octubre de 1517, Lutero atravesó la plaza de la catedral de Wittenberg para clavar en su puerta sus célebres «Noventa y cinco tesis». Este hecho, cuya existencia real discuten los historiadores, era sólo uno de los medios habituales empleados para dar pie a discusiones doctrinales que en ningún caso pretendían plantear una ruptura con el orden religioso establecido. Se trataba sólo de abrir una vía para el debate sobre la necesidad de reconsiderar y reformar ciertos aspectos de la vida social, política y religiosa que, con el paso del tiempo, se habían ido asociando a la Iglesia. En cualquier caso, considerar que la doctrina teológica luterana nace con las «Noventa y cinco tesis» es un claro error ya que, como afirma el historiador Quentin Skinner, «empezar la historia de la Reforma luterana en el punto de partida tradicional es comenzar por la mitad. La célebre acción de Lutero de clavar las Noventa y cinco tesis en la puerta de la catedral de Wittenberg (…) simplemente constituye la culminación de una larga jornada espiritual emprendida por Lutero a partir de su nombramiento, seis años antes, para la cátedra de Teología en la Universidad de Wittenberg».

Efectivamente, la profundización en sus estudios teológicos, y especialmente en la filosofía de san Agustín con la que tanto se identificaba, fue causa de que Lutero, cuyos sentimientos religiosos eran muy profundos, se sintiese enormemente atormentado por el íntimo convencimiento de la incapacidad del hombre para lograr la salvación y de su necesaria condena vinculada a la justicia divina. En la base de toda la formulación teológica desarrollada por Lutero estaba la idea de que el hombre, por su naturaleza, era incapaz de no pecar; en consecuencia, nada podía hacer para «justificarse» ante los ojos de un Dios que encarnaba la justicia y, por tanto, para salvarse. El convencimiento de que el hombre sólo podía condenarse desató en Lutero una gran crisis de fe a la que como teólogo trató de dar respuesta. Y ésta llegó en 1515 en lo que él mismo bautizó como su «experiencia de la torre». Lutero estudiaba en una sala de la torre del convento agustino de Wittenberg y fue allí, mientras preparaba un nuevo curso de conferencias académicas, cuando al leer el Salmo 30 («Libérame en virtud de tu justicia») encontró la solución a sus cuitas: la justicia divina no consistía tanto en el castigo como en la capacidad para salvar a los hombres si éstos, pese a su naturaleza pecadora, tenían fe. Su angustia quedó de golpe disuelta y como él mismo llegaría a decir sintió que «había renacido por completo y había entrado en el paraíso por las puertas abiertas». En palabras del profesor Skinner, «cuando Lutero tuvo esta visión interna fundamental, todos los demás rasgos distintivos de su teología encontraron su lugar».

Así, desde 1515 Lutero comenzó a definir los principios básicos de su pensamiento teológico y, al mismo tiempo, comenzó a difundirlos en sus clases. Pero si sus ideas podían discutirse en el ámbito académico e incluso aceptarse, ¿qué motivó que Lutero publicase sus «Noventa y cinco tesis» en 1517? Y, más aún, ¿qué sucedió para que lo que se había planteado como una reforma de abusos más terminase convirtiéndose en una ruptura formal con la Iglesia? Antes que nada, conviene recordar que Alemania era entonces un conglomerado de principados y territorios que reconocían obediencia a un emperador. En estas circunstancias, un asunto casual vino a precipitar los hechos: el príncipe Alberto de Hohenzollern era arzobispo de Magdeburgo y, por esas fechas, presentó su candidatura a la sede arzobispal de Maguncia. Por su parte, el príncipe de Sajonia, señor de Lutero, tenía intereses contrarios a los de Alberto de Hohenzollern y cuando éste llegó a un acuerdo con Roma por el que se le concedía el arzobispado de Maguncia a cambio de que durante varios años vendiese indulgencias destinadas a financiar las obras del Vaticano, el príncipe de Sajonia decidió prohibir la venta de dichas indulgencias en su territorio. Esta decisión poco tenía que ver con los escrúpulos morales del príncipe de Sajonia hacia las indulgencias, sino que respondía a sus intereses políticos y económicos. Prohibiendo su venta no sólo contribuía a debilitar la posición de su enemigo, sino que además se aseguraba que el dinero de sus súbditos no saliese de su territorio y que la propia venta de indulgencias que él mismo practicaba no se viese resentida. Lutero, por su parte, no podía estar más de acuerdo con la prohibición, pero pronto sería evidente que iba a servir de poco. Los habitantes de Wittenberg, así como de otras ciudades de Sajonia, deseosos de obtener las preciadas indulgencias que les aseguraban la disminución de días de purgatorio, no dudaron en desplazarse a localidades vecinas en las que la prohibición carecía de vigencia. El trasiego comercial protagonizado fervorosamente por sus vecinos fue la gota que hizo derramar el vaso de la paciencia de Lutero, quien, indignado, envió una queja formal al arzobispo Alberto de Maguncia el mismo día en que clavaba sus «Noventa y cinco tesis» en la puerta de la catedral de Wittenberg. En ellas hacía una crítica feroz del sistema de indulgencias y de las cuestiones en que consideraba que la doctrina o la práctica de la Iglesia se había desviado de lo que debía ser. El ataque contra las indulgencias rápidamente encontró eco tanto entre los humanistas de la época como entre amplias capas de la población alemana que las veían como una trivialización de cuestiones religiosas en aras de la obtención de beneficios económicos; en consecuencia, los escritos de Lutero se publicaron y empezaron a circular por toda Alemania. Probablemente unas décadas antes los textos de Lutero no habrían tenido tanta repercusión, pero la difusión de la imprenta fue la clave de la rápida divulgación de sus ideas. Pese a ello, como indica el historiador Heinrich Lutz, «ni el monje agustino, ni el importante grupo de humanistas, teólogos y magistrados, pronto también de maestros artesanos y posaderos, que comenzaron a leer y a difundir sus escritos, podían hacerse una idea de las posibles consecuencias de este desarrollo. Nadie pensaba en una división dentro de la Iglesia o en la formación de una “segunda Iglesia”». Se trataba sólo de plantear una reforma de abusos desde el interior de la propia Iglesia, pero las cosas iban a llegar infinitamente más lejos.
 

De reformador a hereje

Lutero clamaba por una reforma, pero de sus escritos se derivaban ideas que podían hacer peligrar el orden de cosas conocido: si como afirmaba, sólo la fe salvaba a los hombres, y por tanto de nada servían las indulgencias, ¿qué papel le quedaba a la Iglesia en medio de ello? Lutero defendía la relación directa del creyente con Dios, sin mediación ninguna, sólo la de su fe. La Iglesia definida como institución mediadora y administradora de la gracia de Dios desaparecía de un plumazo en ese modelo. La única guía que necesitaban los fieles era la que debía proporcionarles la lectura de la Biblia que tanto agradaba al agustino. Quedaba claro que, a la luz de sus interpretaciones teológicas, el papel de la Iglesia como institución cuando menos debía revisarse. No es de extrañar por tanto que, ante la creciente popularidad de sus postulados, en 1518 se abriese un proceso por herejía a Lutero en Roma.

En otoño de ese mismo año el agustino fue interrogado en Augsburgo por el legado pontificio, el cardenal Cayetano. Lutero deseaba llegar a un entendimiento, pero el legado del Papa no le dio ninguna oportunidad para ello y le exigió la declaración de culpabilidad, la retractación inmediata y el silencio posterior. Lutero no estaba dispuesto a callar pues estaba absolutamente convencido de la verdad de sus afirmaciones, por lo que no sólo se ratificó en ellas sino que además, empujado en buena medida por el interrogatorio del cardenal, llegó a poner en entredicho la infalibilidad del Papa y la primacía de su poder frente a la del concilio. En esa situación y desoyendo la conminación del legado para que se entregase, regresó a Wittenberg. El legado recurrió al príncipe de Sajonia, pero en diciembre de 1518 éste respondió con una negativa tajante a que Lutero fuese enviado a Roma para ser juzgado o a que se le confinara sin darle la oportunidad de explicarse. El Papa estaba atado de manos, pues por razones políticas no le convenía granjearse el descontento del príncipe de Sajonia. Por entonces se preparaba la inminente sucesión de la corona imperial y tanto el emperador Maximiliano, que moriría a comienzos de 1519, como el Papa necesitaban contar con el apoyo del príncipe de Sajonia para la elección del nuevo emperador. Ni el pontífice podía actuar contra el príncipe ni tampoco podía pedir al emperador que lo hiciese. La coyuntura política benefició en última instancia a Lutero, que pudo evitar su traslado a Roma. Finalmente la sucesión imperial se produjo y en junio de 1519 Carlos V fue nombrado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (nombre que recibía entonces Alemania), pero como indica el profesor Rupp, el tiempo que había transcurrido fue suficiente para que se produjese un salto cualitativo: «Se habían desencadenado ya tales fuerzas que, cuando el Papa y el emperador estuvieron dispuestos a actuar de común acuerdo, no tuvieron ya que enfrentarse con un simple clérigo sino con toda una ola de rencores de orden político contra Roma». Mientras los acontecimientos políticos se precipitaban, el debate teológico era cada vez más intenso y en ese contexto tuvo lugar la «Disputa de Leipzig» del verano de 1519. Se trató del enfrentamiento público de Lutero con el teólogo tomista y conservador de la Universidad de Leipzig —tradicional enemiga de la de Wittenberg— Johannes Eck. El durísimo enfrentamiento de ambos teólogos terminaría llevando a Lutero a radicalizar sus posturas en relación con el papado y los concilios. Espoleado por Eck, Lutero terminó reconociendo la falibilidad (capacidad de equivocación) de éstos y, teniendo en cuenta que tampoco reconocía la infalibilidad del Papa, el reconocimiento de la autoridad de la Iglesia saltaba por los aires. La única autoridad era para Lutero la Biblia. La declaración de semejantes ideas como heréticas era sólo cuestión de días: el 15 de junio de 1520, Roma condenaba como heréticas las doctrinas de Lutero mediante la bula Exsurge Domine. Como se hacía en tales casos, la bula debía publicarse en todas las iglesias de la cristiandad y había que quemar los libros heréticos de Lutero allí donde los hubiese.

La condena dio lugar a una auténtica «guerra de hogueras» ya que el nuncio apostólico que tenía que ejecutar lo dispuesto en la bula comenzó a encontrar problemas para hacerlo en el momento en que se adentró en Alemania. Los estudiantes de las zonas de Maguncia y Colonia —seguidores de Lutero— se las ingeniaron para arrojar los tratados escolásticos criticados por el agustino a las hogueras en que debían arder sus obras y, como recuerda el profesor Teófanes Egido, el 10 de diciembre de 1520 los estudiantes y profesores de la Universidad de Wittenberg hicieron aparecer la siguiente convocatoria en la puerta de la iglesia:

«Si estás interesado en conocer el verdadero Evangelio, no dejes de acudir hacia las nueve de la mañana a la plaza de la Santa Cruz extramuros. De acuerdo con la antigua costumbre apostólica, allí serán quemados los libros impíos del Derecho papista y de la teología escolástica, ya que la osadía de los enemigos de la libertad evangélica ha llegado hasta el extremo de arrojar a la hoguera los escritos espirituales y evangélicos de Lutero. ¡Ánimo, piadoso e instruido joven! No faltes a este santo y edificante espectáculo porque quizá haya sonado la hora de desenmascarar al Anticristo». El mismo Lutero acudió a la cita y, arrojando la bula condenatoria a las llamas, dijo: «Que el fuego te atormente por haber atormentado tú a la verdad». Ya no era posible la vuelta atrás.

De hereje a reformador


La quema de la bula que condenaba sus escritos fue un acto de gran valor simbólico para los seguidores de Lutero, pero la defensa de su postura no se limitó a ello. Desde la Disputa de Leipzig, el teólogo de Wittenberg no había dejado de publicar una obra tras otra en la que daba forma a su doctrina y se afirmaba en ella. A lo largo de 1520 vieron la luz su Tratado sobre el papado de Roma, en el que defendía una Iglesia sin jerarquías y abogaba por la abolición del papado; el Manifiesto a la nobleza cristiana de Alemania, en el que apelaba a la capacidad reformadora de los señores territoriales frente al Papa invitando a la creación de una nueva Iglesia alemana desvinculada de éste, o La cautividad babilónica de la Iglesia, en la que, negando la capacidad mediadora de la Iglesia, sólo reconocía como sacramentos instituidos en la Biblia el bautismo y la eucaristía, definiendo los demás como inventos humanos para justificar la Iglesia jerárquica. Lutero atacaba el fundamento mismo de la Iglesia y del pontificado de Roma, por lo que el 3 de enero de 1521 el Papa publicaba la bula Decet Romanum Pontificem por la que se le excomulgaba y declaraba hereje. Poco después, Lutero publicaba su obra Sobre los votos monásticos en la que rechazaba los votos de castidad, obediencia y pobreza de monjes y monjas. Los abandonos de conventos empezaron a sucederse y la situación de quiebra comenzó a parecer irremediable.

La única posible solución al conflicto podía darse en la reunión de la Dieta de Worms (la Dieta era algo así como el Parlamento del imperio) que habría de celebrarse ese mismo año. Pero se trataba además de la primera Dieta de Carlos V como emperador y su postura tajante a favor de Roma no iba a dejar mucho espacio para la negociación con los príncipes territoriales que apoyaban a Lutero. Aún así, el nuevo emperador sabía que debía obrar con cautela por lo que decidió permitir la comparecencia de Lutero ante la Dieta. Como recuerda el profesor Rupp, «cuando en la mañana del 16 de abril de 1521 entró en las calles de Worms, su cortejo, ampliado a las proporciones de una verdadera procesión, no fue seguido por miradas malévolas de incontables enemigos, sino por las aclamaciones del pueblo alemán, de cuyo ruidoso entusiasmo por Lutero, Alexander [el nuncio apostólico] se lamentó amargamente». Al día siguiente Lutero compareció ante la Dieta; le preguntaron por la autoría de los escritos condenados y si estaba dispuesto a retractarse de lo dicho en ellos. En una muestra de habilidad Lutero solicitó que se le concediese tiempo para responder ya que si debía discriminar entre sus escritos necesitaba reflexionar sobre ello. La Dieta consintió en retrasar la respuesta hasta el día siguiente y con ello Lutero logró obtener el tiempo necesario para preparar una contestación adecuada. Cuando finalmente compareció para responder, tras dar razones sobre cada una de sus obras, afirmó que le resultaba imposible retractarse puesto que no era «prudente ni justo obrar contra la propia conciencia», pero además añadió que si cualquiera de los presentes podía demostrarle fundamentándose en la Biblia que sus afirmaciones eran erróneas estaría dispuesto a retractarse e incluso a arrojar sus obras al fuego. En palabras del profesor Rupp, «conminado a dar una simple respuesta, había conseguido pronunciar todo un discurso y, en la opinión de muchos, en quienes se perdía el tono irónico de sus palabras, había dificultado el veredicto sugiriendo la posibilidad de una retractación».

Si bien la comparecencia de Lutero no sirvió para alterar la postura de partida de la Dieta, sí sirvió para constatar que estaba dispuesto a defender a cualquier precio su postura, y que además contaba con un enorme apoyo popular. Como era de esperar la Dieta finalizó con la ratificación de la condena realizada por el Papa y el 8 de mayo se publicaba el Edicto de Worms por el que Lutero, calificado como hereje, quedaba fuera de la ley y pasaba a ser considerado y tratado como un proscrito. Sin embargo el Edicto no llegó a aplicarse con la diligencia debida pues, por un lado, Carlos V abandonó rápidamente Alemania para ocuparse del conflicto abierto que mantenía con Francia, y por otro, buena parte de los príncipes territoriales simpatizaban con las tesis luteranas. Lutero regresó a Wittenberg para continuar avanzando en la definición doctrinal de su movimiento de reforma y entregarse a la labor de hacer su propia traducción al alemán del Nuevo Testamento, que vería la luz en 1522 y en 1533 se completaría con la del Antiguo Testamento. Entretanto, los poderes políticos de toda Europa veían proliferar de modo imparable grupos de seguidores que, inspirados en los argumentos del alemán, daban su propia interpretación a las tesis reformadoras. Las esperanzas de hallar una vía de conciliación para el conflicto que evitase la definitiva ruptura de la cristiandad en varias confesiones se depositaron en la celebración de un concilio que Roma no terminaba de convocar.

En 1523 Carlos V inició en sus dominios la persecución de los reformadores y al año siguiente estallaba en Alemania la guerra de los Campesinos, en la que la revuelta de las clases populares contra los abusos económicos de las dirigentes empleó como inspiración teórica las ideas de igualdad entre los hombres defendidas por Lutero. Europa se partía sin remedio por causas religiosas que se mezclaban indisolublemente con otras políticas. La realidad distaba mucho de lo que Lutero había querido iniciar con su protesta, pero a esas alturas ya no estaba en su mano frenar el conflicto. Pese a ello, no dudó en hacer llamamientos públicos a la paz pues la revolución que él pretendía no era bélica sino espiritual. En ese sentido continuó profundizando en la senda que él mismo había abierto, y así en 1524, siendo consecuente con sus propuestas, abandonó los hábitos y un año más tarde se casó con una ex monja, Catalina Bora, con la que llegaría a tener seis hijos. Paralelamente, los acontecimientos en Alemania seguían su curso, y así en 1526 se convocó una nueva Dieta en Spira que, ante el creciente éxito de los planteamientos de Lutero entre los príncipes territoriales, terminó concediendo un margen amplio a la voluntad de éstos para acogerse en sus territorios a las tesis reformadoras y, en consecuencia, para proceder a la desamortización de los bienes del clero allí donde la Reforma se aplicase. Esta situación duraría muy poco y tres años más tarde una nueva Dieta celebrada en la misma ciudad revocaba lo dicho en la anterior. Las resoluciones de la Dieta se acompañaron por un solemne documento de «protesta» de las ciudades y príncipes reformados en el que declaraban que las nuevas resoluciones pretendían obligarles a actuar en contra de sus conciencias. La protesta terminaría provocando que desde entonces y hasta nuestros días los seguidores de la Reforma luterana fuesen conocidos con el nombre de «protestantes».

El regreso de Carlos V a Alemania en 1530 se tradujo en la última posibilidad de dar una solución política de conciliación al enfrentamiento que dividía el imperio. La Dieta convocada en Augsburgo era el último cartucho de la diplomacia. Lutero, como proscrito, no pudo acudir, pero en su lugar lo hizo Philipp Melanchthon, teólogo muy cercano al ex agustino. Ante la Dieta en pleno presentó la «Confesión de Augsburgo», un documento de tono conciliador en el que se hacía una síntesis precisa de la profesión de fe luterana. Sin embargo los teólogos antiluteranos — sobre todo Eck y Cocleo— no estaban dispuestos a ceder en ninguna de sus ideas y redactaron la «Refutación de Augsburgo» para demostrarlo. La Dieta había vuelto a fracasar como instrumento de conciliación. Sólo quedaba el horizonte de esperanza del concilio, pero para cuando éste comenzó en 1545, la situación había llegado a un punto de ruptura tal que el concilio se había convertido en el de la definición de la Contrarreforma católica. Se trataba del Concilio de Trento. Lutero ni siquiera pudo preparar su réplica pues el 18 de febrero de 1546, durante un viaje a su ciudad natal de Eisleben, falleció. La guerra se había revelado como la única respuesta posible a las diferencias espirituales. La cristiandad se rompía con violencia pues era imposible discernir el límite entre lo religioso y lo político. La defensa de la fe se entendía como una cuestión de Estado y viceversa, y serían necesarias muchas décadas de absurdo enfrentamiento bélico confesional para comenzar a poner las bases de su separación sobre la idea de tolerancia.

Lutero había puesto en marcha sin proponérselo un proceso de reforma de la Iglesia cuyas consecuencias espirituales y políticas dividirían a Europa durante siglos. Con su inmensa labor teológica dio soporte a una nueva definición del cristianismo que abrazarían millones de creyentes, pero además daría pie a una serie de dinámicas históricas de consecuencias esenciales para la política, la religión y la filosofía que conocemos. En un mundo como el actual en que cuesta entender la mezcla indisoluble que de política y religión hacen los regímenes islámicos radicales justificando la muerte por motivos religiosos, conviene más que nunca volver la mirada sobre nuestro propio pasado. La secularización de la política y la construcción de la tolerancia religiosa es uno de los principales logros de la cultura democrática occidental y el fruto de un largo y complicadísimo proceso que comenzó en el siglo XVI y del que Lutero fue en buena medida el detonante.


Créditos al Autor:

Este artículo se extrajo integramente de:

www.librosmaravillosos.com

Los Grandes Personajes de la Historia. canal de Historia. Barros, Serio (colaborador) y Barros, Patricio (Preparador)



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