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Juan Pablo II: Un pontificado inesperado



Juan Pablo II: El Papa del telón de acero

Cuando en 1978 el cardenal polaco Karol Wojtiła fue elegido Papa, la multitud congregada en la plaza de San Pedro se preguntaba si el nuevo pontífice era africano. ¿Wojtiła? Los periodistas que cubrían la noticia no sabían pronunciar ni escribir su apellido. Sin embargo, el 3 de abril de 2005 los medios de comunicación de todo el mundo anunciaban la muerte de un hombre cuyo magisterio moral había logrado reconocimiento más allá de los límites de la Iglesia católica. Lo que sucedió para que un joven actor de teatro, deportista y poeta, un seminarista clandestino bajo el nazismo, un arzobispo enfrentado a un régimen comunista y un Papa tan innovador por su ecumenismo como conservador por su moral se convirtiese en un auténtico fenómeno de masas es la historia que se cuenta a continuación.

El 18 de mayo de 1920, en una Polonia que acababa de estrenar su independencia tras el final de la Primera Guerra Mundial nacía Karol Józef Wojtiła. «Lolús» como le llamaban cariñosamente en casa o «Lolek» como lo hacían sus amigos del colegio, era el tercer hijo de Karol Wojtiła y Emilia Kaczorowska. De sus dos hermanos mayores sólo vivía por entonces el primero, Edmund, pues la segunda, Olga, había muerto a los pocos meses de nacer. La familia Wojtiła vivía en el pequeño pueblo de Wadowice, situado al sur de Polonia, en una zona fuertemente rural. El domicilio familiar, hoy convertido en museo, era más bien pequeño ya que se limitaba a una cocina y dos habitaciones, una de las cuales daba a la inmediata iglesia de Santa María, parroquia habitual de la familia que era católica.

La educación que Karol Wojtiła recibió durante su infancia fue estricta, pero al tiempo afectuosa y muy determinante en su posterior personalidad. Su padre, sastre de formación, servía como oficial en el ejército polaco (con anterioridad lo había hecho en el austro-húngaro) e inculcó en su hijo el gusto por el deporte, especialmente el fútbol, la natación y los largos paseos por el monte, así como un fuerte sentido de la responsabilidad y la disciplina. Su madre, de salud muy delicada, era una católica fervorosa que le enseñó las primeras nociones religiosas que recibiría en la vida. De este modo, entre excursiones, vida familiar y juegos con los compañeros de la escuela primaria de Wadowice y después de la estatal Marcin Wadowita, discurrieron los primeros años de su vida. En 1929, con sólo nueve años el joven Wojtiła perdía a su madre, por lo que su padre, que ya dos años antes se había retirado para atenderla, quedó al cargo de los dos hijos.

Entretanto, el devenir político de Europa preparaba las bases para un futuro conflicto armado. Aunque el final de la Primera Guerra Mundial en 1918 había supuesto la independencia de Polonia, su situación geográfica, entre una Alemania económicamente devastada y en la que comenzaba a germinar el fascismo y la recientemente cristalizada URSS de Stalin, hacía del país una zona muy inestable. Entre abril y octubre de 1920 tenía lugar la guerra ruso-polaca que finalizaría con la derrota de los primeros gracias a la ayuda de las tropas francesas que detuvieron el avance de las rusas a la misma puerta de Varsovia. Polonia se convertía junto con Rumanía en una suerte de cordón sanitario frente al comunismo. Pero su comprometida situación conduciría a la necesidad de firmar pactos de no agresión tanto con la URSS en 1932 como con Alemania en 1934.

Para entonces una nueva desgracia se cernía sobre la familia Wojtiła, pues en 1932 Edmund, que trabajaba como médico en el cercano hospital de Bielsko Biala, murió contagiado de escarlatina. Karol se había convertido en hijo único y la unión con su padre se hizo aún más fuerte. Por ello cuando al finalizar sus estudios de secundaria se planteó comenzar una carrera universitaria, ambos decidieron no separarse, y juntos se trasladaron a vivir a Cracovia, donde el joven Wojtiła ingresó en la Universidad Jagelónica. Matriculado en la Facultad de Filosofía en Filología Polaca, cursó asignaturas de etimología polaca, lengua rusa, teatro y drama polacos del siglo XVIII…

El interés de Wojtiła por el teatro ya se había iniciado durante sus estudios de secundaria cuando de la mano de su profesor Mieczylaw Kotlarczyk debutó en el teatro escolar de Wadowice. Según parece, poseía una buena voz y gusto por la declamación y la poesía. A su llegada a la universidad encontró un grupo de compañeros que compartían su afición por el teatro y con los que, junto con su antiguo profesor Kotlarczyk, formó un grupo teatral. Además, a través de uno de sus compañeros, Juliusz Krydynski, empezó a frecuentar las reuniones literarias y musicales de casa de los Szokocka en las que se leían versos de autores contemporáneos y composiciones propias. Sin embargo esta apacible vida de estudiante se vería truncada un año después. El 1 de septiembre de 1939 las tropas alemanas de Hitler invadían Polonia. Había estallado la Segunda Guerra Mundial.

De actor a sacerdote


Alemania había invadido Gdansk y todos los jóvenes polacos como Karol fueron movilizados para defender a su país del ataque. El avance alemán resultaba imparable y en sólo veintiocho días habían entrado en Varsovia. El ejército polaco se rindió y Karol, como el resto de hombres movilizados, fue licenciado y regresó a Cracovia. Pero allí encontró una situación completamente distinta de la que había dejado. Los alemanes habían hecho detener a casi todos sus profesores, la universidad había sido cerrada, los teatros clausurados y las reuniones culturales prohibidas. De Wadowice tampoco llegaban buenas noticias. La amplia comunidad judía con la que Karol había convivido durante su infancia, al igual que la de Cracovia y las de todo el país, era objeto de la persecución nazi. La sinagoga que día tras día había visto llenarse cuando iba al instituto había sido dinamitada, y a no pocos de sus amigos los habían enviado a campos de concentración.

En esas circunstancias desesperadas urgía encontrar un trabajo y no sólo porque el salario era necesario para poder mantenerse y mantener a su padre, sino porque los hombres sin empleo —y eso incluía a los estudiantes— eran arrestados y deportados a Alemania para realizar trabajos forzados en la industria bélica. Gracias a los Szokocka pudo emplearse como ayudante de dinamitero en la cantera de Solvay que abastecía una fábrica de sodio del distrito de Cracovia. El trabajo se realizaba en condiciones durísimas, a la intemperie y con medios muy escasos. A los pocos meses fue trasladado de la cantera a la fábrica donde se ocupaba de acarrear cal en cubetas y mezclarla con agua para las calderas. Esta experiencia le convertiría muchos años después en el único pontífice que previamente había sido obrero, lo cual marcó tan profundamente su forma de ver el mundo que, como recoge Eusebio Ferrer en una de sus biografías, él mismo confesaría: «La experiencia que adquirí durante aquel período de mi vida no tiene precio. He dicho muchas veces que le concedo, tal vez, más valor que a un doctorado, lo cual no significa que subestime los títulos universitarios».

En 1941 falleció su padre, de modo que con veintiún años Wojtiła se quedó completamente solo. Pese a la dureza de las condiciones de vida impuestas por la guerra trató de continuar con su formación intelectual estudiando y cultivando el teatro. Junto con su amigo Juliusz y otros participantes de las reuniones en casa de los Szokocka, pasó a formar parte de un movimiento clandestino de oposición al nazismo y al comunismo denominado «Unia», dedicado a la defensa de la tradición y cultura polacas. En consecuencia, entró en la compañía teatral clandestina dirigida por Tadeusz Kudlinski y participó con varios de sus amigos en el grupo teatral Teatro Rapsódico, fundado por su antiguo maestro Kotlarczyk, al que había acogido en su casa. Organizaban pequeñas reuniones en domicilios particulares en las que se hacían representaciones teatrales y lecturas públicas de obras literarias y poéticas como una forma de lucha por el mantenimiento de una cultura propia que el nazismo estaba tratando de aniquilar. Aquellas reuniones no eran actos lúdicos sino de resistencia cuyos participantes corrían el peligro de ser descubiertos, detenidos y deportados o asesinados por ello.

Fue también en esos años cuando conoció a una de las personas que marcarían con más fuerza su vida, el sastre Ian Tyranowski, de manos del que cristalizaría su vocación sacerdotal. Tyranowski le introdujo en la espiritualidad carmelita y le facilitó las obras de santa Teresa y san Juan de la Cruz, que Karol leía frecuentemente de madrugada cuando tenía que cuidar de la caldera en la fábrica. El misticismo del segundo le impresionó de tal modo que, además de dedicarle años después su tesis doctoral, le hizo ver claramente su vocación. Cuando comunicó a sus amigos del grupo teatral la decisión de hacerse sacerdote ninguno de ellos podía creerlo. Todos estaban convencidos de que su camino era el teatro y ninguno de ellos podía imaginar lo que esta decisión iba a suponer en el futuro. Hacerse sacerdote tampoco era algo sencillo en la Polonia dominada por los nazis. Los seminarios habían sido cerrados y los hábitos, lejos de proteger de la persecución, hacían sospechoso a quien los portaba. Por esta razón los obispos polacos habían organizado un seminario clandestino e itinerante en el que Karol ingresó y permaneció durante toda la guerra. No por ello abandonó su actividad como obrero, que necesitaba para mantenerse y justificarse ante los ocupantes, ni su participación en el grupo de teatro. En los últimos meses del conflicto el recrudecimiento de las persecuciones afectó también a los miembros de la Iglesia, por lo que se vio obligado a refugiarse con otros compañeros del seminario en la residencia del arzobispo de Cracovia, Sapieha, en la que permaneció hasta que en enero de 1945 el ejército soviético liberó la ciudad.

No obstante, lo que sucedió en Polonia difícilmente puede considerarse como una liberación. Tras la entrada de las tropas aliadas en Berlín en octubre de 1944, y por tanto con Alemania vencida pero con la guerra sin finalizar en el frente japonés, Roosevelt, Churchill y Stalin (Estados Unidos, Inglaterra y la URSS) pactaron en Yalta un nuevo reparto de poder que terminaría dando paso a la llamada Guerra Fría. Por lo que a Polonia se refería, quedaba en la órbita soviética, es decir, se convertía en un país bajo régimen comunista. El horror nazi había finalizado, pero la libertad propia de las democracias tampoco llegaría a Polonia. El nuevo régimen, de naturaleza totalitaria, si bien podía suponer un horizonte esperanzador en algunas cuestiones como la justicia social o el reparto de la riqueza, no estaba dispuesto a tolerar ninguna expresión que pudiese cuestionarlo. La libertad en todas sus manifestaciones políticas o culturales se cercenaba en aras de un orden nuevo. La libertad religiosa también quedaba condenada al concebirse toda religión como un elemento adormecedor y adoctrinador de las conciencias. Con la conciencia bien despierta, Karol Wojtiła era ordenado sacerdote por el arzobispo Sapieha en su capilla privada el 1 de noviembre de 1946.

El camino hacia el Vaticano


Nada más ser ordenado sacerdote, y como si de una señal se tratase, Sapieha decidió enviarle a completar sus estudios en teología a Roma, ciudad en la que permanecería dos años. Matriculado en el Angelicum, la universidad dominica, obtuvo su doctorado eclesiástico con una tesis sobre san Juan de la Cruz y aprovechó para viajar por Francia, Holanda y Bélgica. Con esta experiencia tan distinta de la de los años anteriores regresó a Cracovia en 1948. Allí recibió su primer destino como sacerdote, el de coadjutor del pequeño pueblo de Niegowic, que ejerció hasta que a finales del año siguiente se le nombró coadjutor de la parroquia de San Florián en Cracovia y capellán universitario. El ejercicio, muy en especial de este segundo cargo, le permitió desarrollar una actividad pastoral centrada en grupos de jóvenes estudiantes con los que se sentía especialmente cómodo. Las reuniones de universitarios estaban prohibidas, por lo que optó por organizar grupos de excursionistas que en realidad lo eran de evangelización. Con ellos Karol Wojtiła, al que llamaban «tío Karol» para evitar problemas con la policía, realizaba largos paseos, escaladas, rutas de varios días en kayac… actividades que siempre le habían gustado y que de un modo entonces innovador supo combinar con su labor sacerdotal.

A la muerte de Sapieha en 1951, su sucesor al arzobispado de Cracovia, Baziak, muy satisfecho con los resultados que había logrado con los grupos de estudiantes y deseando aprovechar su capacidad, decidió concederle una licencia para que pudiese preparar el examen de habilitación para ejercer como profesor en la universidad laica de la ciudad (su primera universidad, la Jagelónica). Así, en 1953 comenzó a dar clase en la Facultad de Teología y a finales de ese mismo año obtuvo el doctorado civil, si bien a los pocos meses la supresión de la facultad por el gobierno motivó que se le destinase a la Universidad Católica de Lublín. Pero Baziak, consciente de la valía de Wojtiła, pensó que su aportación podía ser especialmente valiosa, en Cracovia luchando por la libertad religiosa, y por ello el 28 de septiembre 1958, ante la sorpresa del propio elegido, le consagró como obispo de Cracovia. Con treinta y ocho años era inusitadamente joven para el cargo, pero Baziak le tranquilizó al respecto: el Papa era perfectamente consciente de la edad de su nuevo obispo. Pese al nombramiento, Karol Wojtiła continuó manteniendo sus actividades habituales si bien cada vez pudo conocer más de cerca la tensa relación que las autoridades eclesiásticas polacas mantenían con el gobierno.

El año 1962 trajo importantes novedades a su vida. La muerte de Baziak supuso su nombramiento como vicario capitular y administrador provisional de la archidiócesis de Cracovia. Y como titular provisional de dicho arzobispado tuvo que acudir a Roma para responder a la llamada que el nuevo pontífice Juan XXIII planteaba a la cristiandad con el primer concilio ecuménico. El Concilio Vaticano II se convertiría en una auténtica revolución interna en la Iglesia católica. Su carácter ecuménico (es decir, universal para todas las confesiones cristianas, no sólo la católica) planteaba la apertura de la Iglesia católica al mundo moderno y convertía la defensa de la libertad religiosa (tan anhelada para su país por Wojtiła) en su mismo centro. El Concilio se desarrolló en cuatro sesiones entre 1962 y 1965 y ya a las dos últimas Wojtiła acudió en calidad de arzobispo metropolitano de Cracovia, pues su nombramiento como tal tuvo lugar en enero de 1964. Su participación fue muy activa en parte por su facilidad para comunicarse en varias lenguas (además del latín, que era obligatorio, hablaba alemán, francés, inglés, italiano, polaco y español) y en parte porque fue uno de los principales abanderados de la cuestión de la libertad religiosa y miembro de la comisión encargada de redactar la constitución conciliar, el llamado «Esquema XIII».

Una vez clausurado el Concilio y como arzobispo de Cracovia, le aguardaba la tarea de poner en marcha las conclusiones y decretos del mismo en su diócesis, y para ello tuvo que hacer frente a enormes dificultades. Defender la libertad religiosa en Polonia era lo mismo que enfrentarse abiertamente con su régimen político, pese a lo cual se mantuvo firme en su postura. Buen ejemplo de ello fue lo sucedido en 1965 en Nowa Huta, la ciudad creada ex profeso para una población de más de ciento veinte mil personas, en su mayoría obreros, y en la que no se había previsto la construcción de ninguna iglesia. Wojtiła, que como obispo había celebrado en 1959 la misa del Gallo en un lugar de la ciudad llamado Mistrzejowice, comenzó a negociar con el gobierno la obtención del permiso necesario para poder construir en aquel lugar, que los fieles habían tomado como su templo, una iglesia. Pero las autorizaciones no llegaban y un día el arzobispo Wojtiła, apoyado por la comunidad católica de la ciudad, decidió elevar en el lugar escogido una gran cruz de madera en torno a la que poder rezar. Ante tal desafío las autoridades ordenaron la entrada de máquinas excavadoras para que derribasen la cruz, pero el arzobispo y quienes le apoyaban se pusieron delante para evitarlo. La protesta se mantuvo hasta que finalmente en 1971, ante la asistencia masiva de fieles a la celebración de la misa del Gallo, una vez más oficiada por Wojtiła, las autoridades cedieron y permitieron la construcción de la iglesia.

En medio de toda aquella lucha y como estrategia para hacerla más efectiva, el sucesor de Juan XXIII, Pablo VI, había decidido elevarle al cardenalato, lo que hizo de su propia mano en la Capilla Sixtina el 26 de junio de 1967. El gobierno polaco curiosamente no puso trabas al nombramiento pues consideraban que frente al cardenal Wyszynski, que mantenía la postura de negarse a negociar con los comunistas, Wojtiła, mucho más joven y de mentalidad más abierta, podía servirles para favorecer cierta división en la Iglesia polaca que convenía a sus intereses. Sin embargo, la colaboración de ambos cardenales se convirtió en la tónica habitual y logró el efecto contrario. Así, Wojtiła pudo continuar con su política de enfrentamiento no violento con las autoridades que cada vez encontraban en él un elemento más incómodo. Cuando un sacerdote era detenido por ejercer su función pastoral, el mismo cardenal aparecía al día siguiente en su parroquia para sustituirle en misa hasta que era liberado. Karol Wojtiła era para el gobierno polaco una auténtica piedra en el zapato y a Wyszynski obviamente no le molestaba.

Ésta era la situación cuando en 1978 murió Pablo VI y, como cardenal, Karol Wojtiła fue llamado al cónclave que en Roma debía elegir al nuevo pontífice. El escogido fue el arzobispo de Venecia Albino Luciani, que como Papa adoptaría el nombre de Juan Pablo I. Su nombramiento suponía la continuidad de la línea trazada por Juan XXIII en el Concilio Vaticano II, es decir, la más aperturista dentro de la Iglesia. Lo que nadie podía imaginar es que su pontificado iba a durar tan sólo treinta y tres días ya que el nuevo Papa falleció súbitamente el 29 de septiembre de 1978 mientras dormía, parece que por un fallo cardíaco. Al tiempo que las especulaciones sobre la causa de su muerte llenaban los periódicos, los miembros del cónclave eran nuevamente llamados al Vaticano. Había que escoger un nuevo Papa, pero en aquella ocasión Karol Wojtiła no haría las maletas de regreso.

Fumata Blanca


Una vez finalizadas las exequias de Juan Pablo I, el cónclave cardenalicio debía reunirse en el Palacio Apostólico del Vaticano en el que, como era y es tradición, permanecería incomunicado hasta que se produjese la nueva elección de Papa. La sesión debía iniciarse el 14 de octubre a las cinco de la tarde, hora en la que se pronunciaba el extra omnes («fuera todos») con el que se cerraban las puertas de la Capilla Sixtina. Curiosamente el último en entrar al cónclave cuando casi daban las cinco fue Karol Wojtiła. Por la mañana había aprovechado para acercarse al santuario de la Madonna de la Grazie en Mentorella, a unos cincuenta kilómetros de Roma, pero su coche sufrió una avería y el cardenal Wojtiła tuvo que hacer autoestop para regresar a la ciudad. Unos minutos antes de las cinco un camionero dejaba al cardenal polaco en la plaza de San Pedro.

Las votaciones de los cónclaves son secretas y las papeletas con las que se realizan se queman inmediatamente después de finalizar cada votación, por lo que casi todo lo que se sabe de ellas forma parte del terreno de la especulación. En aquel otoño de 1978, según recoge Santiago Martín, coincidiendo con la mayor parte de biógrafos de Karol Wojtiła, parece que el grupo considerado más progresista del cónclave decidió apostar por la candidatura del polaco Wojtiła cuando vieron que su candidato (Benelli) no tenía demasiadas posibilidades frente al del grupo más conservador (Siri). El hecho de que su candidatura fuese propuesta, según parece, por el progresista cardenal de Viena Franz König convenció a los primeros de la conveniencia del cardenal polaco.

Sea como fuere, al menos dos tercios del cónclave integrado por ciento once cardenales votaron a su favor. El cardenal Villot, como chambelán y cumpliendo con el protocolo establecido, se dirigió al cardenal electo Karol Wojtiła y le preguntó si aceptaba el nombramiento. Éste contestó: «En la obediencia de la fe ante Cristo mi Señor, abandonándome a la Madre de Cristo y a la Iglesia, y consciente de las grandes dificultades, acepto». Preguntado a continuación por el nombre que deseaba adoptar, respondió: «Juan Pablo II». De este modo dejaba claro desde el principio el lazo que iba a unir su pontificado con la tarea emprendida por sus predecesores. Momentos después se dirigió a una pequeña sala cercana al altar de la Capilla Sixtina donde tres sotanas blancas de distinta talla aguardaban al nuevo Papa. Pasados algunos minutos de las seis de la tarde del 16 de octubre de 1978, la fumata blanca anunciaba al mundo que el cónclave había tenido fruto.

Cuando el cardenal Felici abrió el balcón situado sobre la puerta principal de la basílica de San Pedro y proclamó según la fórmula acostumbrada: «Anuntio vobis gaudium magnum. Habemus Papam Sactam Romanae Ecclesiae, reverendissimum ac ilustrissimum dominum Carolum cardinalem Wojtiła» («Os anuncio una gran alegría. Tenemos Papa de la Santa Iglesia Romana, reverendísimo e ilustrísimo señor Karol cardenal Wojtiła»), un rumor sorprendido recorrió la plaza de San Pedro. Pocos sabían quién era ese tal Wojtiła. Desde hacía 456 años no había sido elegido un solo Papa que no fuese italiano. Sin embargo y desde el primer minuto de su pontificado, Juan Pablo II supo cómo ganarse a las masas. Sus primeras palabras se dirigieron a los miles de fieles que se congregaban en la plaza y… fueron en italiano. Con sólo la primera frase la plaza estalló en aplausos.

Si en Roma las muestras de júbilo eran grandes, en Polonia la elección de Karol Wojtiła como Papa parecía casi un milagro, un premio a la resistencia pacífica de un pueblo frente a la opresión. La capacidad de unir y movilizar a los polacos del cardenal Wojtiła se multiplicaba de forma exponencial con su elección como pontífice y eso era algo que tensaba enormemente a las autoridades soviéticas. Hasta qué punto tenían motivos para ello sería algo que ya los primeros años de pontificado de Juan Pablo II se encargarían de demostrar.

Un pontificado inesperado


La elección de Juan Pablo II había sorprendido desde el principio y pronto se vio que la sorpresa iba a convertirse en una de las señas de identidad de su pontificado.

Para empezar, el nuevo Papa no parecía muy aferrado al rígido protocolo vaticano. Se prodigaba en audiencias, hablaba con los periodistas en los pasillos del Vaticano, en los aeropuertos o donde surgiese la ocasión, buscaba de forma deliberada la cercanía con los fieles a los que tocaba y abrazaba… Estaba claro que se mostraba dispuesto a conseguir que la Iglesia fuese visible ante el gran público. Y una de las formas más efectivas de lograrlo y que se convertiría en la principal seña de identidad del pontificado fue la realización constante de viajes a todas partes del mundo.

En los casi veintisiete años en que fue Papa, Juan Pablo II llegó a realizar la increíble cantidad de 104 giras internacionales en las que visitó hasta 130 países, lo que en kilómetros viene a ser unas treinta vueltas al planeta. Su actividad viajera comenzó a los pocos meses de su elección con un viaje a México en enero de 1979 que se convertiría en un auténtico e inesperado baño de masas. Juan Pablo II acudía a Puebla donde debía celebrarse una Conferencia Episcopal latinoamericana bajo el telón de fondo de división de la Iglesia que planteaba la cercanía o rechazo de la llamada Teología de la Liberación. En el recorrido de doscientos kilómetros que separaban la capital mexicana de la ciudad de Puebla más de dos millones de personas concurrieron para saludarle, de modo que no pudo sentarse en el coche que lo trasladaba en ningún momento. El viaje a México marcaba un patrón que se reproduciría en todos sus viajes. Así sucedería cuando unos meses más tarde visitase Polonia, Estados Unidos, Turquía y, ya en años posteriores, Irlanda, Inglaterra, España, Portugal, Francia, Alemania, Camerún, Costa de Marfil, Senegal, Nigeria, Perú, Guatemala, Australia… La presencia internacional del Papa lograda a través de sus viajes no tenía precedentes y lo convirtió en el primer pontífice «global» de la Historia. Su carácter de «Papa viajero» fue algo que al principio resultó difícil de asimilar para una jerarquía eclesiástica acostumbrada a que el mundo acudiese al Vaticano y no al revés, pero Juan Pablo II supo ver las enormes ventajas que para la Iglesia podía suponer lo contrario desde el punto de vista pastoral. No en vano se reclamaría siempre sucesor de san Pablo, el apóstol viajero portador del mensaje evangélico, además de San Pedro.

Pero la cercanía con los fieles que tanto cultivaba el Papa estuvo a punto de costarle la vida el 13 de mayo de 1981. Aquel miércoles por la tarde Juan Pablo II, como acostumbraba a hacer todas las semanas, había salido a la plaza de San Pedro para saludar a los cientos de peregrinos que se congregaban para verle. El paseo se daba en un coche descubierto —popularmente llamado «papamóvil»— que permitía al pontífice dar la mano, recoger niños en brazos para bendecirlos y abrazar a algunos de los fieles. Acababa de finalizar el paseo y su coche se dirigía a la tribuna en la que iba a dirigirse al público cuando se oyeron unos disparos y Juan Pablo II cayó desplomado. Mehmet Alí Agca, un joven turco de veintitrés años, había disparado contra el pontífice hiriéndole gravemente en el abdomen y en un brazo. Tras la confusión inicial, el Papa fue conducido rápidamente al hospital Gemelli. Al llegar estaba prácticamente desangrado. Una intervención que se alargó durante horas y varias transfusiones consiguieron salvarle milagrosamente la vida. Las consecuencias del atentado lo mantuvieron convaleciente durante varios meses y le dejaron secuelas físicas para el resto de su vida. Pese a todo, sólo cuatro días después del atentado pudo dirigir, desde su cama del hospital, el rezo del Ángelus a través de Radio Vaticana, durante el cual se dirigió a Alí Agca para perdonarle. Tres años más tarde se entrevistaría con su agresor en su celda de la cárcel de Rebibbia. Aunque éste nunca confesó quién estaba detrás del atentado, los biógrafos del pontífice coinciden en señalar que ciertas autoridades soviéticas pudieron estar implicadas.

Y es que una de las líneas esenciales del pontificado de Juan Pablo II fue la lucha abierta y declarada contra el comunismo, cuya cara más amarga había conocido en su Polonia natal. Si antes de ser nombrado Papa Karol Wojtiła había hecho todo lo posible para defender la libertad religiosa en su país, siendo pontífice retomó la lucha aún con más fuerza. En junio de 1979, pocos meses después de su designación, Juan Pablo II hizo la primera de sus visitas oficiales a Polonia. Comenzó el viaje en Varsovia y terminó en Cracovia, pasando antes por Auschwitz. Miles de polacos se movilizaron para recibirle hasta el punto de que las autoridades se vieron completamente desbordadas, e incluso llegaron a temer que se produjese una sublevación popular. El Papa en sus intervenciones públicas hizo hincapié en que los católicos debían demostrar su compromiso y su fe pacíficamente pero sin miedo, lo que la sociedad polaca en un contexto de represión política entendió como un llamamiento a la movilización pacífica. Un año después, cientos de obreros polacos entre los que destacaba la militancia católica comenzaron a asociarse a un sindicato llamado Solidarnosc (Solidaridad) encabezado, entre otros líderes, por Lech Walesa. Los sindicatos eran ilegales pero los polacos mantuvieron una huelga, también ilegal, ante unas autoridades estupefactas que en agosto de 1980 no tuvieron más remedio que legalizarlo. En 1981 el Papa recibía en el Vaticano a Walesa, al frente de una delegación del sindicato. Poco después la llegada al poder de Jaruzelski supuso un recrudecimiento de la dictadura en Polonia, incluyendo medidas de represión y cárcel para los afiliados a Solidaridad y la ilegalización de éste. El Papa no dudó en enviar una carta personal a Jaruzelski pidiendo libertad para los polacos. En 1983 las autoridades polacas permitieron una nueva visita pontificia, si bien en el itinerario se excluyó de forma deliberada Gdansk, la ciudad en cuyos astilleros había nacido Solidaridad.

La lucha de los polacos y de buena parte de los países del llamado «telón de acero» por la conquista de sus libertades terminaría recogiendo sus frutos en 1989. Ya antes habían comenzado a producirse tímidos cambios en el bloque soviético, introducidos por el nuevo primer ministro que llegó al poder en la URSS en 1985, Mijaíl Gorbachov. Las políticas reformistas introducidas por éste pretendían ser un freno a la descomposición interna que padecían los regímenes políticos del Pacto de Varsovia. Las nuevas medidas tuvieron poca oportunidad para aplicarse ya que a finales de la década de los ochenta los acontecimientos se precipitaron. Polonia, Alemania Oriental, Checoslovaquia y Hungría fueron los primeros países en desligarse de una Unión Soviética que se derrumbaba de forma irremediable. La demolición el 9 de noviembre de 1989 del muro de Berlín (que dividía la ciudad desde 1961) a manos de los propios berlineses de un lado y otro del telón de acero fue el símbolo por antonomasia del cambio que se estaba produciendo. Pocos días después Juan Pablo II declaraba: «Dios ha vencido en el Este».

Los grandes protagonistas del proceso reconocieron el papel determinante que el Papa había jugado desde el comienzo. Estados Unidos, principal potencia política en la lucha contra el comunismo durante la Guerra Fría, había contado con el apoyo vaticano en todo aquello que el conflicto suponía de lucha por el reconocimiento de las libertades de pueblos sometidos a dictaduras. El buen entendimiento de Juan Pablo II con los presidentes Ronald Reagan y George Bush reforzó de cara a la comunidad internacional la actitud de la primera potencia mundial. Ello no impidió que en sus varios viajes a aquel país el Papa criticara las políticas de escalada armamentística y los desmanes a que conducía un capitalismo sin límites. Por su parte, los actores del cambio político en los países del este de Europa como Lech Walesa o el propio Mijaíl Gorbachov recordaban a la muerte del pontífice la deuda que con él tenía aquel proceso. La prensa internacional recogió las palabras del primero, refiriéndose a su primer viaje a Polonia: «Después de oírle decir lo de “que tu espíritu se extienda y mude la faz de la tierra” supimos que así sería. Un año después éramos diez millones [los afiliados a Solidaridad] y el régimen socialista estaba contra la pared». Las palabras de Gorbachov no fueron menos expresivas: «Hoy podemos decir que todo lo que ha ocurrido en Europa Oriental no habría sucedido sin la presencia de este Papa. Juan Pablo II ha jugado un papel decisivo».

La oposición del pontífice al comunismo no se limitó exclusivamente al ámbito europeo, siendo ésta la clave explicativa del rechazo tajante que mostró en Latinoamérica al movimiento religioso y social de la Teología de la Liberación. A mediados de la década de los sesenta y como consecuencia de las fortísimas desigualdades sociales presentes en todos los países de Latinoamérica (buena parte de los cuales se hallaban sometidos a dictaduras militares) así como de la llegada de los aires de acercamiento de la Iglesia a la sociedad preconizados por el Concilio Vaticano II, surgió en el seno de la Iglesia Católica iberoamericana una corriente de pensamiento defensora de un mayor compromiso con las masas desfavorecidas. Agrupados especialmente en torno a los teólogos Leonardo Boff y Enrique Dussel, sus miembros proponían adoptar una postura activa para cambiar esa realidad, lo que incluía la intervención en política del clero si la situación lo hacía necesario. Su inspiración marxista y la participación de algunos de sus militantes en política, e incluso en ocasiones en grupos guerrilleros, fueron las razones que condujeron al pontífice a rechazar en bloque sus propuestas pese a la enorme fuerza que había adquirido al despertar un apoyo popular masivo.

Ya en su primer viaje apostólico a México dio muestras de su decisión. Juan Pablo II sabía que en la Conferencia Episcopal latinoamericana de Puebla tendría que posicionarse a favor o en contra de las posturas defendidas por la Teología de la Liberación, y aunque aún tardaría varios años en hacerlo mediante un documento eclesiástico oficial, las palabras que dirigió a los obispos allí reunidos no dejaban lugar a dudas. El Vaticano no estaba dispuesto a apoyar ningún movimiento social o religioso inspirado en el marxismo, mucho menos si en nombre de la justicia social algunos miembros de la Iglesia podían llegar a justificar la violencia. Esta misma actitud motivó la sonadísima reprimenda pública que el Papa dispensó a Ernesto Cardenal en 1983 durante su viaje a Nicaragua. Cardenal, como ministro de Cultura, formaba parte del gobierno sandinista del país junto con otros tres sacerdotes. La imagen del sacerdote arrodillado ante un Papa que le regañaba airadamente mientras le señalaba con el dedo índice en el aeropuerto de Managua dio la vuelta al mundo. Mucho después, en el año 1998, también lo haría la del primer Papa que ponía los pies en la Cuba de Fidel Castro.

El rechazo frontal de Juan Pablo II a la Teología de la Liberación supuso que parte de la opinión pública lo considerara como un Papa conservador. La etiqueta no era nueva ya que algunos de sus primeros pasos al frente de la Iglesia se vieron bajo ese mismo prisma. La elección de los miembros de la curia entre algunos reconocidos conservadores, la negativa a reformar el sínodo de obispos para que ganase peso en el gobierno de la Iglesia, la audiencia concedida al obispo Marcel Lefebvre (que se negaba a aceptar las reformas del Concilio Vaticano II) o la prohibición a Hans Küng (uno de los principales teólogos asesores de aquel Concilio) para ejercer como docente en la Universidad de Tubinga, harían al Papa acreedor de las críticas de los sectores más progresistas de la Iglesia. La faceta más visible de este conservadurismo fue la relativa a las cuestiones de carácter moral. El Papa, educado en el muy tradicional catolicismo del Este, fue especialmente estricto en todo lo referido al celibato del clero, el sacerdocio femenino y la moral sexual, condenando el uso de los anticonceptivos, las relaciones fuera del matrimonio y el aborto. Asimismo, su apoyo a algunas prelaturas personales como el Opus Dei fue visto como una apuesta por las fuerzas más conservadoras de la Iglesia.

Una de las facetas más novedosas de su pontificado fue el impulso que dio al ecumenismo inspirándose en la filosofía del Concilio Vaticano II. El hermanamiento de las distintas confesiones cristianas y el reconocimiento de otras religiones contribuyeron notablemente a la proyección de la imagen internacional del Papa y a su conversión en una figura mundialmente respetada. Ya en 1979 viajó a Turquía para reunirse con el patriarca ortodoxo Dionisios I, y de igual modo lo haría en 1997 con el patriarca armenio Aram I; en este caso firmó una declaración teológica común con la Iglesia ortodoxa de Armenia. En 1982, durante su viaje al Reino Unido se reunió con el primado de la Iglesia anglicana, y al año siguiente, con motivo del quinto centenario del nacimiento de Lutero, dirigió una carta a los miembros de las Iglesias evangélicas para propiciar el acercamiento mutuo. Pero sin duda alguna fue su acercamiento a la comunidad judía el que tuvo una mayor repercusión internacional. En 1986 visitó la Sinagoga de Roma, con lo que abría un camino que le llevaría en marzo de 2000 a visitar Jerusalén. Allí las cámaras de medio mundo recogieron la imagen del Papa orando ante el Muro de las Lamentaciones en el que introdujo una plegaria de perdón por las ofensas cometidas históricamente contra los judíos.

El final de su pontificado estuvo marcado por su declive físico. Las secuelas que en él había dejado el atentado de 1981 se complicaron con otros problemas como un tumor intestinal del que fue operado en 1992, Parkinson y grandes problemas de movilidad. Pese a ello, Juan Pablo II no renunció a su intensa actividad pública. El 2 de abril de 2005, tras varias semanas de agravamiento de su estado general, fallecía un pontífice que representaba toda la historia del siglo XX. Su labor al frente de la Iglesia católica no dejó indiferente a nadie pues había sabido convertirse en uno de los protagonistas indiscutibles del mundo contemporáneo. Baste decir que a su llegada a la Santa Sede sólo sesenta y ocho países mantenían relaciones diplomáticas con el Vaticano, pero a su muerte el número de embajadores allí acreditados superaba los ciento setenta. Juan Pablo II fue un Papa de masas, capaz de arrastrar tras de sí a millones de jóvenes en las Jornadas Mundiales de la Juventud pese a ser defensor de un discurso moral muy conservador, capaz de despertar la admiración de fieles de otras iglesias, capaz de obtener el respeto de los líderes mundiales de las más diversas ideologías, y capaz de congregar a su muerte a más de tres millones de peregrinos en Roma. Sin duda alguna con él finalizaba un siglo.

CRÉDITOS AL AUTOR:

Este artículo se extrajo integramente de:

www.librosmaravillosos.com

Los Grandes Personajes de la Historia. canal de Historia. Barros, Serio (colaborador) y Barros, Patricio (Preparador)

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