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El Hombre y el Mundo. Lectura de Reflexión

Por ANTONIO PÉREZ ESCLARÍN

Parábolas para

VIVIR EN PLENITUD

Había una vez un científico que, muy preocupado por los graves problemas del mundo, pasaba horas y horas meditando sobre el modo de cambiarlo. Un día que se encontraba en el sofá de la sala entregado a profundas y muy sesudas elucubraciones, llegó su hijo de siete años y le invitó a jugar con su pelota.

–No tengo tiempo para jugar ahora, estoy buscando una fórmula para arreglar el mundo. Vete a jugar a otra parte. Como el niño le insistía en que no quería jugar solo, el padre buscó el medio para entretenerlo de modo que no le siguiera molestando. Como a su hijo le encantaba armar rompecabezas, agarró un mapa del mundo que encontró en una revista, lo partió con una tijera en muchos pedazos irregulares, los mezcló y le pidió al niño que armara el rompecabezas del mundo. Estaba seguro que al niño le llevaría muchas horas armar ese rompecabezas o que incluso no sería capaz de hacerlo, pues ni siquiera conocía bien el mapa del mundo. Para su sorpresa, no pasó ni media hora cuando el niño le mostró el rompecabezas perfectamente armado.

El padre, sin poder creer lo que veía, le preguntó desconcertado:

–¿Pero cómo hiciste para armar tan rápido el mundo, si ni siquiera sabías cómo era?

–Muy fácil. Cuando sacaste la revista y empezaste a cortar el mapa, vi que del otro lado estaba la figura de un hombre. Yo no sabía cómo era el mundo, pero sabía cómo era el hombre. Lo armé y el mundo se armó solo.

Para cambiar el mundo, para hacer de él un gran hogar donde todos podamos vivir como hermanos e incluso celebrar nuestras diferencias, hay que cambiar a los seres humanos, que somos los que lo hacemos. Si cambiamos las personas, todo cambiará. En este mundo tan convulsionado y agitado, la verdadera paz sólo será posible si logramos personas que tienen en paz su corazón.

Esta debe ser la tarea esencial de la educación, que debe recuperar su tarea humanizadora. Necesitamos con urgencia una educación capaz de enrumbar a este mundo que avanza a velocidades vertiginosas sin destino ni metas. Provoca gritar con Mafalda: “Paren la tierra, que me quiero bajar”. Una educación que, en palabras de Mounier, despierte el ser humano que todos llevamos dentro, nos ayude a construir la personalidad y encauzar nuestra vocación en el mundo. Se trata de desarrollar la semilla de uno mismo, de promover ya no el conformismo y la obediencia, sino la libertad de pensamiento y de expresión, y la crítica sincera, constructiva y honesta.

El objetivo de la educación no puede ser meramente enseñar conocimientos y habilidades, promover a los alumnos de un grado a otro, otorgar títulos académicos, sino que debe orientarse a formar personas plenas, a cincelar corazones fuertes, solidarios, a gestar ciudadanos capaces de comprometerse en el bien común, conscientes de que la sobrevivencia de la humanidad pasa por la convivencia y de que el egoísmo y el individualismo son a la larga formas de suicidio. Hay que atreverse a convertir los centros educativos en talleres de humanidad y a otorgar títulos de verdaderas personas.

Esto va a exigir educadores comprometidos en su propia humanización y en la gestación de una educación capaz de poner el desarrollo al servicio del hombre, que tenga en el centro de sus pre ocupaciones y opciones a la persona humana, su dignidad y realización, y no el mercado, los intereses económicos o el afán de ganar cada vez más para así comprar y consumir sin límites y de este modo, creerse superior a los demás. Educar es apostar y trabajar por un mundo mejor mediante la formación del corazón de las personas. De ahí que es imposible educar sin esperanza y nadie puede ser genuino educador sin vocación de servicio. Educar no puede ser meramente una profesión para ganarse la vida, sino que tiene que ser una vocación para dar vida, para ganar a la vida plena a los demás, para provocar las ganas de vivir con sentido y con proyecto promoviendo la vida de los demás.

Si en verdad estamos convencidos de esto, la educación debería ocupar el primer lugar entre las preocupaciones públicas y entre los esfuerzos de la sociedad. Si es un derecho, es también un deber de todos. De ahí la necesidad de asumir la educación como tarea de todos, como proyecto nacional, objeto de consensos sociales, amplios y duraderos. El Estado debería liderar la puesta en marcha de un verdadero proyecto educativo, en coherencia con el proyecto de país que quiere la mayoría, capaz de movilizar las energías creadoras y el entusiasmo de toda la sociedad.

El problema educativo es demasiado serio para dejárselo solo al Ministerio de Educación. Si realmente estamos convencidos de la importancia de la educación, de que es el arma fundamental para lograr un desarrollo humano sustentable, toda la sociedad debería asumir una economía de guerra en pro de la verdadera educación. Guerra frontal contra la ignorancia, contra la pobreza, contra la ineficiencia, contra el derroche, contra la malversación, contra la retó- rica, contra el personalismo, contra la indiferencia, contra el egoísmo, contra la mediocridad. Guerra por la apropiada dignificación de los educadores: “Si queremos acabar con la pobreza de la educación, debemos acabar primero con la pobreza de los educadores”. Tomar en serio la educación implica adoptar políticas urgentes para que los mejores talentos y corazones se inclinen a estudiar esta carrera.


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